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Medio: El Potosí
Fecha de la publicación: sábado 30 de octubre de 2021
Categoría: Autonomías
Subcategoría: Autonomía Indígena
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Quizá se necesita haber sentido vida en el vientre para
comprender a aquellas mujeres que participan en protestas junto a sus hijos, a
veces lactantes o muy pequeños, embarazadas; quizá basta ser un ser humano
completo para con-moverse, con-mocionarse al contemplar una madre marchando
días por un mejor futuro para su familia.
Recuerdo la propaganda en 1977 para descalificar a las amas
de casa mineras que se trasladaron hasta La Paz junto a sus pequeños para pedir
la libertad de sus esposos y de todos los presos políticos. Hugo Banzer las
acusó de ser insensibles por exponer a los chicos, reemplazados más tarde por
Luis Espinal y otros religiosos.
En vez de hacer la pregunta inversa: ¿qué situación lleva a
una muchacha o a una abuela a enfrentar al poder de la mano de su hijito, de su
nieto? Como Cornelia, la madre de los Gracos, sacan fuerza del pecho que dio de
mamar para caminar, para resistir.
En los años ochenta, como periodista, me sentí turbada al
cubrir noticias con esas sencillas esposas de mineros que salían del campamento
para ser escuchadas en la gran ciudad. Una vez, las albergamos en la sede del
sindicato de la prensa; dos de sus bebés estaban muy enfermos y no pude
contener las lágrimas cuando los trasladaron al hospital. Una de ellas dijo:
cantemos, y a mí me pareció imposible. Tardé en reconocer que era otra forma de
llorar, mientras batían las palmas para seguir el bailecito potosino.
Al inicio de los noventa, el país conoció a otras mujeres
valientes, a las más anónimas entre las anónimas. Igual que en la marcha minera
del 86 encabezaban la movilización las nuevas marías, las candelarias, las
magdalenas, las asuntas. Bendecidas desde la salida en las tierras bajas,
subían de pascana a pascana hacia las alturas nevadas. Los peladingos con
alpargatas, la camisa delgada, el pantalón gastado.
Una de ellas, sintió los dolores del parto en uno de los
recodos del sendero y la marcha se detuvo para recibir a la criatura. Anahí
Dignidad abrió los ojos a un mundo que en 20 años continuó burlando los
derechos de sus padres. Aquella vez, en septiembre de 1990, el gobierno atendió
a los marchistas que entraron descalzos a la plaza Murillo, se abrieron las
mesas de diálogo. Un ministro sensible como Mauro Bertero se preocupó personalmente
por el bienestar de la bebé y Monseñor Jesús Juárez la bautizó.
¡Qué diferente en 2011! Las mujeres fueron humilladas desde
el inicio de la caminata. En Chaparina fueron golpeadas, maniatadas, cerrados
sus labios con cintas plásticas, lanzadas a camiones o a buses sin conocer
dónde partían. Los niños quedaron gimiendo, desesperados. ¡Cuánta maldad cabe
en el corazón de Sacha Llorenti!
Fue un hacendado el que, llorando, rescató a los pequeños,
incluso a un bebé de pecho que había sido dado por desaparecido. La solidaridad
de los vecinos ayudó a salvar a las criaturas y la resistencia de la población
de Rurrenabaque a devolverlos a sus madres. ¡Y Denis Racicot fue incapaz de
denunciar aquello a la ONU! Al contrario, alabó que en esa misma fecha se
organizaban las elecciones judiciales. ¡Vergüenza!
Los mismos de entonces se niegan ahora a recibir a las
madres de la última marcha indígena, a atender a las embarazadas, a ayudar a
los niños. Cercan y gasifican a las cocaleras y a las ancianas, a las vecinas
en Villa Fátima. La Defensoría en silencio porque responde al estado azul, no a
los ciudadanos, no a las madres bolivianas.
Entre tanto, hay quien quiere presidir una supuesta fundación “de la verdad” para seguir lucrando con los mártires de las luchas sociales, con apoyo de algún funcionario extranjero pro masista, pisando la memoria de las madres de desaparecidos.