Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: martes 03 de julio de 2018
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia directa y participativa
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Vivimos un tiempo en que la política se ha degradado. Los grandes discursos ideológicos y poderosas visiones que le daban fuerza a la democracia boliviana, a pesar de su fragilidad, han sufrido una metamorfosis regresiva como consecuencia de la linealidad discursiva del MAS. Si algo caracteriza este régimen es su simplona manera de argumentar sus actos. Lo que no puede argumentar con seriedad se reduce a la mentira: todos menos ellos faltan a la verdad. Lo que supone que las grandes categorías que nos exigían pensar un país en el concierto de un mundo complejo e hiperdinámico han desaparecido; todo quedó resumido a la plácida pradera de la comunidad rural transformada ahora en el ombligo del mundo.
Cuando la democracia actuaba como un escenario plural, los argumentos se sometían a un implacable y riguroso análisis que, en una proporción nada despreciable, los reducía a falacias o meros discursos vacíos de contenido. No había la más remota posibilidad de que la amenaza de que el sol se escondiera pasara por una pieza discursiva digna de enunciarse ante seres racionales; hoy semejantes exabruptos forman parte del arsenal discursivo e ideológico del régimen y hacen parte de la vida cotidiana.
Hace un poco más de una década los argumentos y las controversias del mundo político se sometían al implacable barómetro de la racionalidad, de la razón, de la coherencia y la claridad del planteamiento. La legitimidad y certeza de los enunciados se apreciaban por referencia a su coherencia lógica, su proximidad a lo real y la certeza de que se trataba de un algo plausible. Hoy el más simple y vulgar de los argumentos, propuesta o cualquier enunciado político se mide bajo la rasante de la raza. Si lo dicho no se asume como una genuina demanda o argumento de base racial, se lo declara ipso facto falso y reaccionario. El régimen ha racializado la razón incluso en sus filones semánticos. Todo lo que considera contrario a sus intereses termina como un acto racista y discriminador, más allá de cualquier lógica. Nada se salva de ser un acto discriminador excepto el silencio.
Hemos alcanzado así el clímax de la futilidad; lo banal es ahora el eje que articula todos los discursos. Lyotard sostenía que los metadiscursos organizaban el mundo moderno. Bolivia es una notoria excepción, nuestro mundo se organiza en torno a los antidiscursos. Su principio es lo banal, los argumentos mágicos o los artificios de la imaginación. No tiene ya nada de extraño prometer el fin de los tiempos, hasta se hace creíble. El discurso masista ha instalado en la retórica populista una dimensión renovada. Ha transformado el argumento político en realismo mágico, al estilo Macondo, de manera que no debiera llamarnos la atención que un proceso por tráfico de influencias termine en juicio por tráfico de menores. Es absolutamente coherente con la “lógica” masista.
En la estructura argumentativa del MAS esto es posible porque todo lo que uno desea contrastar con la realidad es imposible en la medida en que la única realidad dignamente apreciable está anclada en el pasado. Sus imaginativas razones sólo se hacen inteligibles en un tiempo pretérito; hacen parte de él y quien no participe de la ancestralidad que lo envuelve todo no comprende nada. No es que no valoramos nuestro pasado, todos sentimos un orgullo discreto por nuestros ancestros, empero, el masismo tuvo la habilidad de transformar nuestra veneración por el pasado en manipulación del presente y, en consecuencia, todo se filtra a través de sus categorías. Si no piensas igual a ellos estas fuera de los tiempos del proceso de cambio.
En la síntesis de estas alteraciones del orden cognitivo, las primeras víctimas inocentes son los niños que hoy estudian historia como si el país hubiera nacido ayer, con Evo, y como si el mundo entero no tuviera más grandiosos imperios que el Tawantinsuyo; es decir, esta transgresión ofensiva a la inteligencia humana, ha alcanzado una dimensión fascista: pretende que el mundo entero gire en torno un régimen que, contrastado con el avance de la modernidad, es, sin la menor duda, su más violenta negación epistemológica.