Medio: Correo del Sur
Fecha de la publicación: domingo 04 de julio de 2021
Categoría: Institucional
Subcategoría: Tribunal Supremo Electoral (TSE)
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Probablemente el artículo más utópico, irreal y mentiroso de la Constitución Política del Estado sea el 232, que señala que “la Administración Pública se rige por los principios de legitimidad, legalidad, imparcialidad, publicidad, compromiso e interés social, ética, transparencia, igualdad, competencia, eficiencia, calidad, calidez, honestidad, responsabilidad y resultados”.
Demostrar cómo esos principios son vulnerados diariamente determinaría que se dedique por lo menos una nota editorial a cada uno de ellos. Por ello, en esta ocasión nos limitaremos al principio de la imparcialidad, que el Diccionario de la Lengua Española define como “falta de designio anticipado o de prevención en favor o en contra de alguien o algo, que permite juzgar o proceder con rectitud”.
Para ponerlo más fácil, la imparcialidad es no estar a favor o en contra de alguien o algo pero, como podemos ver todos los días, ese no es un atributo de nuestras servidoras y servidores públicos, quienes generalmente actúan a favor de sus patrones y en contra de los adversarios de estos. Como estamos hablando de la administración pública, que se estructura mediante mecanismos políticos, los jefes de los servidores públicos son autoridades electas o designadas que responden a o provienen de partidos políticos.
Actualmente, el gobierno nacional es conducido por el Movimiento Al Socialismo (MAS) pero hace solo un año estaba en manos de las corrientes políticas que hicieron presidenta a Jeanine Áñez. Durante el gobierno de esta última, los servidores públicos actuaban a favor de ella y en contra de su adversario, que era el MAS. Ahora, el aparato estatal funciona a la inversa.
Esta falta de imparcialidad se advierte en todos los niveles gubernativos y los órganos del Estado, incluso en los que deberían acatar más ese principio, como son el Judicial y Electoral. En el caso de este último, son varios los casos en los que su parcialización ha sido puesta de manifiesto, por las denuncias, primero, y las evidencias históricas, después. Probablemente el antecedente más conocido sea el de la denominada “Banda de los cuatro” que manipuló los resultados de las elecciones del 7 de mayo de 1989 para que se instaure el discurso de un “triple empate” que, casi de inmediato, posibilitó que el que ocupó el tercer lugar sea elegido presidente de la República.
Entre las muchas acusaciones de falta de imparcialidad de los últimos años está la de 2015, cuando la entonces vocal del Tribunal Supremo Electoral (TSE), Dina Chuquimia, retuiteó un mensaje de campaña del entonces candidato del MAS a alcalde, Guillermo Mendoza. Su falta fue evidente ya que, más allá de la limitación constitucional del 232, estaba de por medio el noveno principio del artículo 4 de la Ley 108: “Imparcialidad. El Órgano Electoral Plurinacional actúa y toma decisiones sin prejuicios, discriminación o trato diferenciado que favorezca o perjudique de manera deliberada a una persona o colectividad”. Tan evidente fue su falta que ella dijo que no reenvió el mensaje, sino alguien que se metió a su cuenta. Al final, debió renunciar al cargo.
Por todo lo apuntado, el manejo del Órgano Electoral es una guerra sin tregua que no solo se disputa en periodos eleccionarios. Fue clave después de los sucesos de octubre y noviembre de 2019 porque se anularon formal y legalmente las elecciones y se reemplazó a las autoridades electorales. Como resultado de ello, las asambleas legislativas, plurinacional y departamentales, eligieron nuevos vocales electorales y, en aplicación de la ley, la que resultó presidenta, Áñez, eligió a sus representantes tanto en el TSE como en los tribunales departamentales.
Ahora casi todos fueron reemplazados. Salvador Romero, nombrado por Áñez, renunció en abril y en su lugar está… Dina Chuquimia.