Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: martes 06 de abril de 2021
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Repostulación presidencial / 21F
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Asistimos perplejos la muerte súbita de la moral pública, de la honestidad política, de la imagen respetada y de todas las formas en que, hasta no hace mucho, los humanos reconocíamos los signos de la certeza, las señas de que algo o alguien infundían confianza. Asistimos el imperio de la postverdad.
Bajo el denominativo de postverdad, lo único que encontramos es el límite inferior de la degradación humana. Se ha envilecido de tal forma el discurso y ha descendido a niveles tan bajos que ya casi no interesa si lo que el Presidente nos diga tiene algún asidero en la realidad; nos es indiferente porque el propio discurso político presidencial se ha transformado en una postverdad irreversible.
Por un medio de circulación nacional (El Deber) nos enteramos que el presidente Arce Catacora había dicho que “la señora Añez en la cárcel escribe cartas, escribe Twitter, escribe todo. Recibe periodistas, recibe su familia, recibe todo y nadie le dice nada”. Es altamente posible que la exmandataria pueda escribir lo que afirma el mandatario, tanto como es evidente que recibe diariamente a su familia que le lleva la dieta recomendada, es, sin embargo, poco probable que nadie le diga nada bajo el férreo control de una cárcel pública.
De cualquier manera, el truco reside en decir lo que se puede ver y ocultar lo que esconde el sistema y el objetivo que persigue, porque ya no importa si puede o no escribir, hablar o leer; lo que importa es la intangible presencia del acto represor.
Para que esto no se deslice y la gente lo perciba, el presidente Arce se curaba en sano: “Nosotros sí respetamos el debido proceso y los derechos humanos”. Esta última aseveración delata el contenido de lo que quiere encubrir; la naturaleza represiva de ese acto inconstitucional. Así funciona la postverdad.
Notemos que nada de lo mencionado tendría importancia o sería digno de una declaración presidencial si no se tratara de una opositora, mujer y exmandataria. La postverdad no destruye por lo que se ve, sino por la intención del que la construye. En los hechos, lo importante es que la víctima sienta el peso del escarmiento y que el ciudadano la sombra de la represión.
Por esta vía cualquier preso político puede leer, escribir, tuitear, gritar, dormir, comer o reír, al fin y al cabo no hay ley que se lo prohíba. Lo que importa es que a pesar de todo ese preso político este aniquilado y que el resto de la ciudadanía así lo comprenda, aunque el carcelero pruebe fehacientemente que la víctima puede leer, escribir, tuitear, gritar, dormir, comer o reír las veces que quiera.
Si alguien se pasara el trabajo de verificar todo lo que se tiene que hacer para que la exmandataria reciba un médico que no sea alfil del gobierno, o pueda hacerse un examen laboratorial de sangre a cambio de ya no poder ver a sus hijos, o escribir en una hoja de papel, como Gramsci cuando Mussolini lo encarceló por pensar diferente, quizá nos invada la tentación de relacionar la calidad humana de un mentiroso con la realidad desgarradora de un preso político.
A este punto la postverdad puede tomar perfiles alarmantes y claramente objetivos, como decir a la ciudadanía que se “invitó” a declarar al hijo de un ministro perseguido para indagar su paradero, cuando en realidad se trataba de chantajearlo al mejor estilo de un gorila golpista, como García Mesa. Esta es una variante de la postverdad que la jerga popular la conoce como dictadura.
Sin embargo, en la política como en la vida, la mayor parte de las falsedades sólo producen falsedades. Que un eventualmente poderoso juegue a la postverdad no lo hace mejor político, en realidad lo pone en la misma rasante de un tirano o, en el mejor de los casos, de uno más del montón.
Tampoco lo hace mejor persona, lo disminuye al punto de ser considerado un sujeto poco confiable -tal como podría ser, por ejemplo, un exconvicto por delitos penales- y menos aún un mejor ciudadano, porque pasa de mentiroso, y la experiencia nos ha enseñado que el que miente es porque algo se trae, como con Evo, que juraba que quería irse a su chaco a cultivar coquita y ordenó matar de hambre una ciudad entera. En fin, lo cierto es que la postverdad es la segunda pandemia nacional. Lo grave es que no tiene vacuna.