Medio: El Deber
Fecha de la publicación: lunes 08 de febrero de 2021
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones subnacionales
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Los apetitos compulsivos de trepar al poder siguen siendo los mismos de antaño, la diferencia estriba en el funcionamiento de los sistemas de controles y en la cultura institucional que impregne a una sociedad y a los propios partidos y grupos de poder. Todo este estado de cosas pone en evidencia la degradación del quehacer político y el ejercicio del poder. En el siglo XXI el poder es más fácil de adquirir, más difícil de utilizar y más fácil de perder. La ferocidad de las batallas por obtenerlo, oculta el carácter cada vez más escurridizo del poder.
Los candidatos compiten por gobernar las instituciones y libran una lucha sin cuartel. En las sociedades complejas de nuestros días, los partidos se ven obligados a representar multiplicidad de intereses a veces difícilmente compatibles. Pero cuando obtienen el voto ciudadano, sus conductas cambian dependiendo de la cultura institucional, el entorno y, sobre todo, los sistemas de control que se hayan establecidos (o desactivado) en cada caso. Los partidos políticos e instituciones públicas siempre han tenido una relación compleja, que el curso de la historia ha ido corrigiendo en algunos casos y fracasando en otros.
Los partidos políticos buscan, fundamentalmente, llegar al poder para ejecutar sus programas de gobiernos, que tienen que ver con el bienestar de la población y la solución de sus problemas básicos: salud, educación, agua, alcantarillado, aseo urbano, electricidad, vialidad, transporte, carreteras, caminos vecinales, ordenamiento de mercados, etc. Sin embargo, salvando algunas excepciones, los candidatos desnudan su angurria de llegar al poder por el poder, abunda la guerra sucia y la mediocridad de algunos candidatos que lidian en lo que debería ser el competitivo mercado del poder.
Los partidos y agrupaciones ciudadanas lucen, en general, imbuidos de lo que se conoce como una “cultura institucional depredadora”, y parecen decididos a trepar para servirse de las instituciones, con olvido, total o parcial, de atender a las necesidades de la ciudadanía. Es lo que se ha denominado como la primacía del interés privados o particular frente al interés público, caldo de cultivo para el arraigo de la corrupción.
¿Por qué los partidos políticos y agrupaciones ciudadanas adoptan tendencias depredadoras en su contacto con las instituciones? La explicación sociológica de esos comportamientos procede, sin duda, de una baja o pésima cultura política e institucional por parte de los partidos políticos, pero también por parte de la ciudadanía. Con frecuencia se omite este último punto. En cualquier caso, la falta de controles efectivos del poder (en todas sus manifestaciones) constituye una de las grandes debilidades de nuestro sistema democrático. Sin embargo, esa concepción de los partidos como máquinas de ocupación o colonización de las instituciones está muy arraigada. Cambiar esta lógica depredadora no es fácil, menos podemos esperar que venga sólo de sus propios artífices.
La peor cara de la política aflora en las campañas electorales, como el clientelismo basado en un sistema de favores (y chantajes), que pervierte la política y lesiona fuertemente a las instituciones. En el mercado del poder se intercambian votos por políticas públicas, y los candidatos maximizan sus chances de ser elegidos o reelegidos. En cada campaña aparecen los políticos profesionales que viven para la política, pero también de la política. Sin embargo, a pesar de las clamorosas deficiencias en su funcionamiento y la sistemática erosión deslegitimadora que vienen padeciendo, los partidos están lejos de desaparecer. Las fórmulas alternativas de participación directa siguen teniendo un rol marginal. La democracia, en suma, parece indisolublemente ligada a la participación de los partidos políticos: nació con ellos y sin ellos difícilmente sobrevivirá.