Medio: El Deber
Fecha de la publicación: jueves 04 de febrero de 2021
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones subnacionales
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En estos días, hemos asistido obnubilados a falsos debates políticos donde el postureo, el ahuecamiento de la política y la imbecilidad fueron la tónica.
Como sociedad me atrevo a sostener que hemos perdido la confianza en todo y en todos. Ya ni siquiera estamos seguros de tener la motivación, o por último, las ganas de brindársela a alguien; menos a estos seudo políticos -mal llamados así, porque en sí mismos no responden ni siquiera remotamente a esa calificación teórica– que fraguan sus posturas en una soplonería discursiva absurda.
En este contexto, la confianza y la certidumbre se han devaluado. Han muerto. Ya no nos confiamos en nadie. Ni siquiera de los científicos, de si esta o la otra vacuna es la correcta, si nuestro vecino es responsable o no frente al virus y si la solidaridad ha caído de bruces y ahora está en el estropicio.
Comenzamos el segundo mes de 2021 y atrás dejamos los primeros 31 días del nuevo año, con la sensación de que hemos vivido prácticamente todo y, con casi la certeza, de que es casi muy poco probable de que podamos soportar otros acontecimientos críticos que sigan destruyendo el ya en sí mismo precario equilibrio que como sociedad estamos manteniendo.
Hemos caído, de acuerdo con los especialistas, en un nihilismo agudo. No confío en la autoridad, ni en los políticos, ni en la clase gobernante sobre un tema específico, pero doy fe ciega a una afirmación de “alguien importante” en las redes o en las declaraciones antojadizas de un conspiranoico sobre el riesgo de las vacunas. Vale más alguien que tiene miles de seguidores que el experto que aparece en los noticieros.
Y esto se entiende por el simple hecho de que los mentirosos tienen éxito, porque tienen la extraordinaria habilidad de decir lo que la gente quiere oír, de reforzar posturas equivocadas y sesgadas.
La neurosicología nos advierte que depositar confianza donde no se debe provoca un estrés. Razón por la cual, buscamos soluciones fáciles.
Estamos malacostumbrados a la aceptación espontánea. Y esto se debe a la continua y permanente falta a la verdad por parte de la dirigencia política, de los expertos alfombrillas y a la tergiversación de los hechos desde el propio Gobierno.
Existe una “desafección” a los hechos. Gran parte de la sociedad –casi la totalidad- esta volcada hacia la desconfianza de todo y de todos, y ese vórtice nos conduce peligrosamente hacia quienes no merecen -no deberían- ser escuchados.
A darles nuestro apoyo a quienes desde sus zocos se ubican como los nuevos “expertos” que no saben más que inventar, parafrasear, armar campañas con dichos, eslóganes huecos, alimentar conspiraciones y cultivar un terreno ambiguo donde mezclan un poco -poquísimo- de verdad con falsedades.
Hannah Arendt fue clarividente al marcar meridianamente en su libro Los orígenes del totalitarismo (1951) que en un mundo en constante cambio e incomprensible, las masas han llegado a un punto donde, al mismo tiempo, creen todo y nada, piensan que todo es posible y que nada es verdad.
Viva el caos y la pesca en ríos turbulentos. Triste y mediocre.