Medio: Los Tiempos
Fecha de la publicación: viernes 08 de junio de 2018
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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Similar tendencia se observa en nuestra región. Las denuncias de corrupción o cargos de responsabilidad que obligaron a la renuncia o la destitución de tres presidentes en ejercicio así lo confirman. Los casos más recientes se vinculan a la renuncia del presidente peruano, Pedro Pablo Kuczynski, de Otto Pérez Molina en Guatemala y de Dilma Rousseff, esta última destituida por cargos de responsabilidad tras evidenciarse el “maquillaje” de cifras oficiales. “Maquillaje” al que otros países están acostumbrados.
El efecto dominó de acusaciones sobre liderazgos políticos y ex presidentes no ha sido menor y se irradia en toda la región. En Centroamérica destaca el caso del expresidente Álvaro Colón; en Sudamérica, la sentencia y detención de Lula no solo despierta la apasionada negación de los hechos, la defensa ciega y desencanto, sino que enrarece el clima preelectoral, al sumergir al poderoso Partido de los Trabajadores (PT) y a la política brasileña en una profunda crisis e incapacidad de renovación interna en todos los frentes. A Temer, el débil presidente del Brasil, le espera similar destino. La corrupción es transversal a ideologías y se equivocan quienes, desde la retórica del socialismo del siglo XXI acusan al “imperio” como el cerebro de la defenestración de Lula y de sus amigos populistas, algún día progresista.
Si hasta hace años el mayor desafío de nuestras democracias era la inclusión política de amplios sectores de la población históricamente excluidos, hoy la corrupción y su primo hermano, el clientelismo político, plantean retos difíciles de enfrentar. Salvando excepciones donde se evidencia relativa independencia de poderes, en América Latina pervive el reino de la impunidad y la ausencia de debate sincero y realista sobre el financiamiento de la política. Esta realidad erosiona profundamente nuestras democracias. En efecto, el informe Latinobarómetro 2017 hace referencia al declive de la democracia “con bajas sistemáticas del apoyo y la satisfacción de la democracia” y, muestra que así como se registran avances en la dimensión económica, en la política los déficits hacia la baja de la calidad democrática son preocupantes y contradictorios a la hora de observarse giros inesperados. Realidad marcada por la volatilidad y la incertidumbre.
Para Bolivia aplica la metáfora de una “democracia diabética” cuyo lento declive no alarma y, si lo hace, esperemos no sea demasiado tarde. Según los informes 2016 y 2017 del Latinobarómetro, a diferencia que otros países, los bolivianos reconocieron como su principal problema la corrupción, la delincuencia y el desempleo, a la par que, paradójicamente, reportaron los índices de mayor aprobación al gobierno en una región cuyos gobiernos están más debilitados e interpelados. Pese a ello, el último año el deterioro acelerado del gobierno de Evo Morales se evidencia en recientes encuestas de percepción política. Curiosamente, en Bolivia, Venezuela y Nicaragua, la fiscalización de los poderosos es impensable, la transparencia de la información pública abre paso a “ cifras maquilladas” y los presidentes son intocables. De hecho, la ceguera y el sometimiento de los poderes públicos a la centralidad al caudillismo autocrático persisten. Mientras tanto, varios sectores de la población comienzan a despertar frente a tanta discrecionalidad y avasallamiento de la ley, a fin de revertir a marcha forzada, la creencia de la infalibilidad de los Mesías terrenales que gobiernan y desmantelar la cultura que entroniza a los que “roban, pero hacen”.