Hacer democracia creyendo que esta será tal porque votemos todos los domingos es como creer que Bolivia irá a los mundiales porque sembremos canchas en todos los pueblos; el marco no hace al contenido. Una cosa es hacer democracia (con todo y sus imperfecciones) y otra engañar aparentando algo que se sostiene tan solo por su forma. Para esto, no hay como la estrategia de reducir la democracia a la idea de persona elegida a través del voto.
Sabemos que el voto (solamente) no hace la democracia. Pero siendo parte importante de ella, empodera —por lo menos simbólicamente— al ciudadano: le da la posibilidad de elegir.
En condiciones ideales de respeto a la voluntad del pueblo (no es el caso de Bolivia a partir del desconocimiento de los resultados del referéndum del 21F), el voto cobra una significación suprema porque trasciende el acto casi mecánico de insertar una papeleta dentro de una urna: el que vota en una democracia respetuosa del voto de la gente, vota por alguien (cuando vota por alguien) que se supone estará condicionado únicamente por su propia conciencia para actuar según su propuesta electoral.
El “problema” de la democracia boliviana es que elegimos libremente pero, después, los elegidos se descomponen en un esquema de concentración de poder que les impide ser libres y los vuelve auténticas marionetas sin opción alguna de decidir por su cuenta. Así, los elegidos no están en posición de cumplir sus promesas de campaña —algo muy grave porque esto (y no el voto) es, en esencia, la razón de la democracia, la esperanza de un futuro mejor. Dije en una anterior columna que el cenit de la democracia se alcanza cuando el que recibe la confianza del voto cumple con las aspiraciones del que vota, no antes.
Bajo tales circunstancias acudiremos a votar en los comicios judiciales del 3 de diciembre. ¿Hace cuánto que usted no vota feliz? ¿Quién le robó aquella sonrisa cosmética que se guardaba para encajarla en su rostro en las “fiestas democráticas” —como solían decirles a las elecciones (alegremente, reconozcamos) los medios de comunicación—? Que yo sepa, la democracia se inventó para que nadie impusiera nunca más nada por la vía del poder absoluto, y entonces el ejercicio democrático del voto, como manifestación pública de rechazo a la autocracia, debería ser naturalmente un acto de felicidad. Pero hace mucho que no lo es.
¿Por qué? Porque, entre otras cosas, sabemos que las decisiones del Órgano Judicial no se toman en el Órgano Judicial. Y porque no hay pueblo enteramente tonto: cuando la democracia del voto se convierte en un instrumento de legitimación de autoridades que la manipulan a placer, en la cara lavada o la peor expresión del animal político, es difícil que nadie levante la voz. (Por si acaso, esta no es una apología de una forma de gobierno distinta a la democrática, sino una modesta exigencia de una democracia “decente”).
Es una pena que haya que recurrir a un adjetivo para calificar la democracia…
Evo Morales, cuando se siente incómodo en la democracia “occidental” y con aire innovador propone una democracia “comunal”, alude indirectamente al afán hegemónico de su gobierno, que condena el disenso y es el nuevo estilo de la aplanadora que conocimos con la democracia “pactada”; el Presidente, el hombre incapaz de cumplir su promesa de irse a su chacra, reniega ahora de la democracia “sindical”, pero a él le sirvió para ascender en la política y le sirve aún para gobernar, eso sí, cada vez con más esmirriada espalda cocalera.
Fuera de cualquier interpretación antojadiza (incluso mía), la democracia es una sola o no es. Y algo no anda bien en la que necesita de adjetivos para ser efectivamente ella en el fondo, no únicamente en la forma.