Medio: El Potosí
Fecha de la publicación: martes 05 de junio de 2018
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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EDITORIAL
Dignidad y política
Existen muchos conceptos de dignidad, particularmente a partir del humanismo y la filosofía, pero, si de política hablamos, encontraremos, no sin sorpresa, que la palabra está directamente vinculada con el desempeño de cargos o mandatos; es decir, con el ejercicio de la política como función pública.
El Diccionario de la Lengua Española señala, casi fríamente, que “dignidad” es simplemente “cualidad de digno” pero su cuarta acepción nos da una mayor idea de lo que se trata: “cargo o empleo honorífico y de autoridad”. “Digno”, en tanto, es “merecedor de algo”, “correspondiente, proporcionado al mérito y condición de alguien o algo”…
Estos conceptos son una consecuencia de la condición honorífica que acompañaba a la función pública en el pasado, cuando muchos cargos eran desempeñados sin paga pero, pese a ello, eran ejercidos con honestidad y responsabilidad. Eso le dio el carácter moral y de decoro que caracterizan a la dignidad.
En el pasado, los cargos públicos no solo eran honoríficos sino que se buscaba a las personas más idóneas para desempeñarlos. Lo primero que se evaluaba eran los méritos y, cuando se encontraba a alguien a la altura de la responsabilidad, se decía que era merecedora de esta.
Por lo apuntado, dignidad y política iban de la mano. El político, en cuanto autoridad o servidor público, era considerado un hombre digno y debía estar a la altura de su cargo. Si se equivocaba o cometía un error, estaba deshonrando el puesto así que debía alejarse de él.
El concepto de dignidad como la condición para desempeñar un mandato era común en prácticamente todos los pueblos de la antigüedad y sigue teniendo un gran valor para algunas sociedades. Japón, por ejemplo, es un país con una alta tasa de suicidios ya que allí todavía se considera que un cargo es una dignidad. El suicidio honorable es común en esa cultura y está vinculado incluso a prácticas religiosas como el harakiri que no es otra cosa que el suicidio ritual motivado por el honor.
Aún hoy, convertido en una potencia económica de primer orden, Japón tiene una alta tasa de suicidios por honor. Cuando alguna autoridad es acusada de haber cometido algún tipo de infracción en el desempeño del cargo, esta se siente deshonrada y se quita la vida porque así le está devolviendo al honor a su familia.
En otros países las cosas no se llevan a esos extremos pero una acusación de ilegalidad en el ejercicio de un cargo o, peor aún, un señalamiento de corrupción puede ser suficiente para que una autoridad presente su renuncia.
La lista de autoridades que renunciaron cuando la sociedad los señalaba es larga. En otros casos, los menos, los acusados por corrupción son destituidos del cargo como ocurrió con el expresidente del Perú Pedro Pablo Kuczynski o, más recientemente, con el ahora ex presidente de gobierno de España, Mariano Rajoy.
Otros países, en cambio, están en el otro extremo. En estos se puede mentir, cometer excesos e incluso ser acusado de corrupción pero los señalados ni se dan por aludidos. Cuando se les pide que dejen el cargo, se aferran a él con dientes y uñas y aseguran que no renunciarán. Son estos los que han perdido, o nunca tuvieron, la noción de la práctica honorable de la política porque han convertido a esta actividad en una guerra de apetitos personales.
El país atraviesa una crisis de credibilidad porque su vicepresidente figuró largos años como licenciado hasta que se supo que no tiene ese título académico mientras que un ministro, el de gobierno, puede equivocarse las veces que quiera, aun tratándose de la pérdida de una vida humana, y sigue campante en el cargo para el que debería haber hecho méritos, antes y durante su desempeño.
Y la mayor falta de dignidad es vulnerar la constitución para seguir en el cargo que nos fue confiado por el pueblo.