Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: domingo 08 de noviembre de 2020
Categoría: Organizaciones Políticas
Subcategoría: Constitución / Personería jurídica
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La censura más fuerte era que los partidos políticos habían participado continuamente de mega coaliciones, generando así una suerte de cuoteo del poder que llevaba a la corrupción. La inferencia más directa era que la “forma partido” debía ser superada por otro tipo de entidad, y que el pueblo podía gobernar directamente. Pero esto es una falacia. Los partidos políticos son imprescindibles en una democracia, y vale la pena recapitular las razones.
Los partidos son unas estructuras estables, que buscan tomar parte en las decisiones o controlarlas, y para ello participan en elecciones. Esto último es sustancial a los partidos y es lo que los diferencia de otro tipo de agrupaciones.
Se puede criticar el rol de los partidos, pero cuando éstos desarrollan sus actividades adecuadamente cumplen varias funciones de extrema importancia en una democracia. Representan a ciudadanos de muy diversas condiciones sociales y situados en puntos muy distantes del territorio. Permiten agrupar sus voluntades; de ese modo se convierten en cinturones de transmisión de demandas, en la “puerta de entrada” de las inquietudes de la gente. Así, se convierten en intermediarios entre la sociedad civil y el Estado, y también entre los ciudadanos.
Pero hay más: los partidos pueden promover medidas de política, pero asimismo oponerse a ellas; su interacción puede resultar en decisiones más eficientes que cuando son tomadas por una sola fuerza; los partidos pueden contribuir a que los ciudadanos controlen el poder público.
Así concebidos, los partidos son los vehículos de la democracia, cuya interacción permite llegar a acuerdos, y de ese modo evitar la violencia. Históricamente, la democracia contemporánea ha surgido al calor de los partidos y éstos al abrigo de aquella. No existe democracia sin partidos políticos y viceversa.
Los partidos deben tener una doctrina, un sumario de sus principios, valores y fines; una estructura u organización. Y deben ser perdurables. Una agrupación creada solamente para participar en las siguientes elecciones falla en el tercer requisito, no alcanza a dotarse del segundo y casi con seguridad carece del primero.
Los partidos políticos, especialmente aquellos que finalmente han logrado dotarse de una estructura, pueden volverse lentos, burocráticos y poco propensos a la renovación interna. En ausencia de mecanismos democráticos de renovación, sus círculos dirigentes tienden a perpetuarse.
Frente a esto, hemos tenido en Bolivia un verdadero muestrario de lo que no se debe hacer: ha habido partidos organizados bajo la generosidad de un propietario, partidos agrupados alrededor de un caudillo pero sin doctrina, y sobre todo partidos organizados únicamente para responder a una coyuntura, especialmente electoral, de los que la lista es muy larga.
Los partidos enfrentan amenazas que impiden su surgimiento, crecimiento y buen funcionamiento. La primera es la antipolítica masiva, el rechazo a la política, una actitud tan generalizada como nociva.
La segunda amenaza es el caudillismo, el convencimiento de que basta un líder fuerte para mover las voluntades de millones, cuando lo que en realidad hace es paralizarlas.
Y la tercera, los etnicismos y particularismos, que toman diferentes formas, a cuál más negativa. La siguiente son las religiones, que pretenden hacer retroceder a la sociedad convenciéndola de que la garantía del orden social está fuera de éste, en las manos de los dioses. Por consiguiente se podría afirmar que la vigencia de los partidos implica en gran medida neutralizar estos impulsos prepolíticos.
Los partidos políticos tienen en Bolivia un papel que cumplir. En primer lugar, hay millones de ciudadanos sin representación, y por tanto miles de demandas sin canalizar ni atender.
Pero responder a estas demandas implica crear entidades que sean capaces de buscar objetivos más allá de las coyunturas inmediatas. Los que quieran hacerlo tendrán que abandonar la vieja práctica de agruparse en torno a un líder para aprovechar la coyuntura, improvisar estructura y discurso, y tendrán que actuar al revés: adoptar una doctrina, concebir un programa, desarrollar una organización con democracia interna para ejecutar ese programa, y no al revés.
Se cree equivocadamente que los “movimientos sociales” o las organizaciones laborales pueden reemplazar a los partidos. Un movimiento social es algo muy diferente de corporaciones que agrupan a gente con intereses compartidos. Tiene una identidad, un adversario y un campo de conflicto, pero rara vez tiene una doctrina, un programa y una estructura interna.
Al revés, las corporaciones tienen estructuras rígidas e intereses muy específicos, pero no pueden hablar a nombre de la sociedad en conjunto y ni siquiera lo intentan. Por tanto unos y otras están igualmente impedidos de representar al conjunto, y por su propia naturaleza, son poco aptos para el pacto, un elemento esencial de la democracia. Pactamos para no enfrentarnos.
Por estos motivos se debe alentar la renovación de los partidos existentes y la formación de nuevos. Posiblemente en este momento existan varios protopartidos, principalmente comunidades de ideas, plataformas ciudadanas y otras que, de convertirse en partidos organizados, podrían hacer una gran contribución a la democracia. Sin embargo, los que quieran ser sus protagonistas, tendrán que demostrar que verdaderamente se están renovando. La propuesta programática y la democracia interna son dos condiciones sine qua non.
El surgimiento de nuevos partidos políticos, permitirá enfrentar de mejor manera el momento actual.