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Medio: El Deber
Fecha de la publicación: miércoles 16 de septiembre de 2020
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones nacionales
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No solo que la sublevación ciudadana fue un impulso vigoroso para derrotar al fraude y expulsar al prorroguismo, sino que encarnaba, desde el 21-F, un nuevo sentido común acumulado que percibió con lucidez, después de 14 años, el agotamiento del ciclo estatal populista autoritario que no había resuelto los problemas esenciales del país.
Noviembre fue más que la revuelta y, a no dudarlo, contenía la demanda de iniciar, no solo la transición electoral, sino el impulso inicial de un nuevo tiempo, a partir de la elección de nuevos gobernantes democráticos.
Contra el autoritarismo que malogró las libertades democráticas, contra la corrupción que destrozó la ética, contra el hegemonismo que anuló la institucionalidad, contra el extractivismo que invadió áreas protegidas y arrinconó pueblos indígenas, contra el desconocimiento de la CPE y del voto; contra todo ello, acumulado en 14 años, se movilizó una mayoría del país.
La transición electoral y el gobierno transitorio, que por suerte acaban en octubre, parece que nublaron la inteligencia de los líderes que aún no salen de la disputa casi vacía de quién mejor detiene al MAS, sin decirnos todavía cómo se revertirá en los próximos cinco años ese enorme daño que nos hizo el masismo, ese daño que sin embargo insufló a todos, pero especialmente a los jóvenes, la energía y el entusiasmo para la sublevación.
¿Qué propuesta nos devolverá ese entusiasmo y energía?
Obviamente no esperemos mucho de los candidatos del fraude y de la fuga que, negándose a la autocrítica, están ofreciendo con cinismo “restablecer el proceso de cambio”, sin asumir siquiera el lastre reciente de los bloqueos destructivos y las denuncias de estupro. Así, sin desentrañar las causas de su descalabro y sin trascender al evismo, solo avanzarán hacia su implosión e inviabilización.
Pero no es ese el problema del país. El problema está más bien en la vereda democrática, desde donde sus portavoces no han pasado aún de la retórica a los contenidos esenciales de lo que deba ser una gestión gubernamental distinta.
A solo cinco semanas del voto, apenas hemos escuchado que algunos creen que todo se solucionará con bonos y retorno a la “libertad de empresa”; que la tragedia sanitaria se acaba con el “tratamiento gratuito del cáncer”; y otros, peor, solo ofrecen corazones tecnocráticos o corazones religiosos. Y para certificar la talla pequeña y la vista corta, ahora esos candidatos se han dedicado a disputar la “propiedad” o la autoría de la victoria de noviembre, mientras el verdadero protagonista, la mayoría nacional, está esperando que más bien nos digan cómo el nuevo gobierno iniciará un proceso de renovación estructural. Porque ese es el mandato implícito pero profundo de noviembre.
Cómo renovar la ética en el manejo de los dineros públicos; cómo renovar la institucionalidad con una justicia digna y con independencia de poderes; cómo renovar las libertades, la tolerancia, el diálogo y los acuerdos; cómo renovar la economía abandonando el culto a los transgénicos; y por supuesto, cómo renovar la inclusión indígena superando el etnicismo destructivo.
Tal vez en las próximas semanas y con motivo de los debates, tengamos una voz que nos entusiasme nuevamente anunciándonos que no se olvidaron de noviembre y que en sus propuestas hay camino para volver a acariciar mínimamente la posibilidad de la renovación para un país mejor.