Medio: El Deber
Fecha de la publicación: martes 15 de septiembre de 2020
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones nacionales
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Cuestión eterna; tema de quejas, lamentos y acusaciones. Y, también, la única que genera un verdadero consenso, que consiste en la confesión unánime, pero silenciosa, de que no habría nada que se pueda hacer, salvo quejarse y esperar las excepcionales apariciones de administradores continuamente honrados.
Seguimos a la espera de la promulgación de normas de transparencia y acceso público -sencillo, oportuno, verídico- que cumplan el mandato constitucional de que la gestión pública debe transcurrir bajo la mirada atenta del público. Lo que se ha hecho, en general, es impedirlo, creando excepciones y trabas.
La llegada del coronavirus ha traído, como un efecto colateral, el ahondamiento de nuestra indignación, al comprobar que funcionarios de diversos rangos no se han hecho el menor problema al sustraer recursos, sean para respiradores, medicamentos, equipos de seguridad u otros de igual urgencia e importancia.
También hemos verificado la aparición de novedosas maneras de abuso y prepotencia, para obtener beneficios de individuos o grupos, usando el cierre de rutas, extorsionando con la salud y la vida de los enfermos para imponer voluntades, por encima de la ley.
Pero, si observamos con más calma, descubriremos que la epidemia ha traído experiencias que pueden ser completamente útiles para enfrentar al monstruo de mil cabezas y ponerle freno. La transparencia aplicada a la detección de infecciones y contagios ha exhibido avances tecnológicos que pueden aplicarse a enfrentar las acciones corruptas, de los que emplean su poder y su firma para servirse a sí mismos, a su partido, familiares y amigos, y no a quien todo le deben: a los ciudadanos.
Está a nuestro alcance, como nos ha mostrado el teletrabajo y el seguimiento de infectados y contactos -que no hemos practicado en Bolivia- la posibilidad sencilla y económica de vigilar y registrar cada paso, cada acción de los servidores públicos, obligados por ley y porque esa es la manera que han escogido de ganarse la vida, a mostrar sin trucos, ni escondrijos, que están dedicando su tiempo laboral a cumplir sus obligaciones, a servir a quienes pagan sus salarios.
Si sumamos transparencia, el derecho que tenemos que todos los trámites sean abiertos y accesibles, con registro de los pasos y las acciones de cada responsable, ¡entonces ya la tenemos!, una buena, rápida, económica y accesible manera de asegurarnos de que no haya acuerdos secretos, decisiones turbias, retrasos inexplicables.
En eso consisten las paredes de cristal: la obligación, desde el más alto nivel del Estado hasta su escalón más humilde, de registrar, grabar y mantener en repositorios, prácticamente indestructibles (la nube digital, para empezar), la información, las conversaciones, las reuniones en las que se toman decisiones; al alcance irrestricto de cualquier persona que necesite o quiera consultar esa información, en línea. El registro ya lo hacen, hace buen rato, los bancos en sus cajas y ventanillas de atención.
Pero, en la gestión pública: las paredes de cristal son para todos los poderes, niveles autonómicos, empresas y entidades públicas, gerencias y oficinas de atención abierta. Sin demora y sin excusas. Para todas las licitaciones, contratos, adquisiciones y compras de cualquier naturaleza; desde un avión hasta un alfiler, desde una carretera hasta el desayuno escolar.
Que todos los que tienen poder de decidir, los que autorizan y pasan trámites, estén enterados de que cada acción, olvido y postergación se registra y graba, y es accesible para las personas, comunidades u organizaciones que esperan o dependen de sus determinaciones.
En las oficinas de habilitados, supervisores, legisladores, ministros, tribunos, gobernadores, alcaldes, jueces, de todos, sin excepciones: paredes de cristal. En otras palabras: control social, cierto, continuo y democrático.