Algún día, más pronto que tarde, la historia escribirá las memorias de los cientos de familias desintegradas y destruidas por la feroz persecución judicial desatada para consolidar la hegemonía del poder político que el gobierno del Movimiento Al Socialismo (MAS) instauró en el país.
Se cuentan por centenares los casos en que la justicia imputó, investigó, encarceló y condenó a personas injustamente perseguidas y acusadas, muchas veces por casos montados artificialmente para anular rivales políticos. O de otras que tuvieron que salir de Bolivia y buscar asilo o refugio en otro país. Mencionarlos en este espacio resultaría imposible, aunque todavía están latentes en la memoria de los bolivianos.
Hay, con toda seguridad, jueces y fiscales probos y dignos en el sistema judicial, pero hay otros tantos que son producto del favor político, en unos casos, o de la lealtad y obediencia a consignas ideológicas, en otros.
Lo cierto es que, hoy, todo ese esquema montado durante el anterior gobierno sigue intacto.
El Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP), que ha tenido casi un año de tiempo para dar señales claras y contundentes de su riguroso apego al orden constitucional, no lo ha hecho todavía, aún a pesar de que la institucionalidad democrática del país afronta la peor de sus crisis en más de tres décadas.
Y el TCP es, probablemente, uno de los principales responsables del generalizado caos institucional y de la situación de anormalidad constitucional que vive en estos momentos el país, desde la tristemente célebre sentencia constitucional que convirtió la reelección indefinida en un Derecho Humano, desconociendo la voluntad sagrada de un referéndum nacional y violentando la propia Carta Magna de la que, se supone, era su vigilante.
Numerosos jueces y fiscales tuvieron, también, abundante tiempo para dar muestras de su sometimiento al imperio de la Ley antes que a cualquier otro interés.
No por otra razón se están produciendo, en los últimos días, muestras de generalizado malestar contra funcionarios y autoridades de autoridades del Órgano Judicial y el Ministerio Público.
Desde la constatación del fraude electoral perpetrado en las elecciones generales de octubre de 2019, probado de manera irrefutable por la Organización de los Estados Americanos, las investigaciones y procesos judiciales en la justicia boliviana no han avanzado con la determinación y celeridad que un caso de esa naturaleza lo ameritaba.
Ni qué decir de otro largo etcétera de causas contra funcionarios de la anterior y también de la actual administración gubernamental.
El país vive, nuevamente y de manera injusta, momentos de zozobra e incertidumbre, y resulta lamentable constatar que ciertos niveles de justicia sean parte de esa situación. Ahora, por la actuación de vocales de dudosos antecedentes éticos y morales que pretenden poner en entredicho una decisión del Tribunal Supremo Electoral en torno a la imposibilidad legal del expresidente Evo Morales de postularse a una senaturía por el departamento de Cochabamba.
Los señores fiscales, jueces, vocales, magistrados y tribunos que tienen en sus manos la posibilidad de devolverle al país la certidumbre, deben saber que el país les está observando. Es momento de actuar con la grandeza que las actuales y dramáticas circunstancias lo exigen, en estricto apego a la Constitución y las leyes, antes de que el hartazgo ciudadano rebase los límites de la tolerancia.
Bolivia, y su frágil democracia, no pueden seguir indefinidamente aprisionadas por las irrefrenables ambiciones de poder de un puñado de personas a las que poco o nada parecen importar los más altos intereses nacionales.