Medio: El Deber
Fecha de la publicación: domingo 13 de mayo de 2018
Categoría: Conflictos sociales
Subcategoría: Problemas de gobernabilidad
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La supresión del pago de regalías para unos, la sinuosa siembra de expectativas para otros, las amenazas y el escalamiento de medidas de presión se confunden como efectos y causas de un juego perverso, del cual el Ejecutivo se declara víctima, con un ‘vice’ que desempeña su papel escénico más inverosímil, el de venerable predicador del imperio de la ley.
Pero, más allá de las declaraciones y poses están las acciones de un régimen que basa y construye su fortaleza sobre el metódico aliento del egoísmo de grupos y sectores -el corporativismo en versión nacional-, la obtención de resultados a través de atizar contradicciones, divisiones y rupturas, a más del uso de la violencia verbal, simbólica y física, como recurso privilegiado para sobrepasar conflictos y silenciar disensiones y protestas.
Si se agrega a lo anterior la instrumentalización del Órgano Judicial, especialmente del Tribunal Constitucional, por parte del Ejecutivo, para hacer efectivo o remachar sus designios, dándole de vez en cuando cuerda para que trate de aparecer como “independiente”, tenemos la fórmula que ha explotado en la pugna por las regalías de Incahuasi.
Sería extremadamente tendencioso y parcial imputarle a quienes hoy gobiernan las arraigadas pulsiones de grupos corporativos regionales y gremiales, por capturar y disputar las rentas provenientes del ordeño de recursos naturales. Es esa una atávica grieta de nuestra construcción estatal, no creada por el régimen, pero estimulada hasta el paroxismo por sus prácticas.
La idea de que sin yacimientos hidrocarburíferos o mineros seríamos nada y que estamos fatalmente encadenados a su hallazgo y explotación, se ha reforzado por la narrativa con que el régimen se autojustifica y a través de la mayor parte de sus mensajes propagandísticos, en los cuales está completamente ausente cualquier mención a que la principal fuerza, reserva y esperanza para conquistar días mejores radican en nuestro talento, inventiva, ingenio, esfuerzo y resiliencia.
El estatalismo corporativo que define el tipo de Estado que se ha impuesto bajo el nombre de “proceso de cambio”, requiere ahondar nuestro sentido de dependencia de las fuentes de rentas, porque la acumulación y centralización de excedentes y poder no sobrevivirán si superamos tales ataduras. Esa es también la razón de fondo por la que se abandonó y asfixió la posibilidad de encarar la profunda transformación productiva que se encomendó a estas autoridades, las que, traicionando esa histórica misión, optaron por derrochar recursos y privilegiar una alianza con representantes de los grupos más concentrados de capital, manteniendo el modelo de desarrollo del que dependen ambos.
El Ejecutivo en su conjunto, los anteriores miembros del TCP y sus reemplazantes, impuestos en las últimas antidemocráticas elecciones de diciembre pasado, igual que la Asamblea Legislativa, son plena y mancomunadamente responsables con las facciones políticas que dirigen las medidas de presión, por los daños y víctimas que produzca el estado de exaltación y beligerencia con que se desarrolla la disputa por regalías.
La Constitución introdujo la noción de que “los recursos naturales son de propiedad y dominio directo, indivisible e imprescriptible del pueblo boliviano” (Art. 349), rompiendo la tradición previa que atribuía esa propiedad al Estado, circunscrito a administrarlos en el artículo ya citado. En vez de asimilar y estimular que todos asumamos esa nueva concepción, los personeros estatales la han abandonado para usurpar la propiedad y usufructo, en beneficio de la burguesía burocrática que han constituido, y para eludir el control y la rendición de cuentas que nos deben.
Recuperar la propiedad, el control y la rendición de cuentas es tan premioso como imponer la soberanía popular y el cumplimiento estricto de la Constitución, que han ido cayendo ante la siembra de los vientos de la arbitrariedad y el abuso.