Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: lunes 03 de agosto de 2020
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones nacionales
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La declaratoria azul de “guerra” al Gobierno se ha dado en una reciente marcha masiva, en la que se puso peligrosamente en un plano secundario la bioseguridad de los movilizados. Los dirigentes convocantes han insinuado que peor que la pandemia es alargar el mandato de un mediocre Gobierno, aunque solo sea por unas semanas más. Entre tanto, algunos ministros han respondido a la antigua, lo que nos hace recordar lo parecido que resultan ser los que se turnan en el poder. El resultado no es otro que un desencanto ciudadano generalizado con la conducción de los dos bandos enfrentados, que no tendrán otra salida en algún momento que retroceder y acordar una necesaria tregua. La pregunta es si lo harán antes, en el medio o cuando haya que recoger los escombros de la catástrofe.
Aunque se esfuerce en disimular sus nexos con los movilizados y en tomar cierta distancia, el ala dura del MAS, que tiene como epicentro Buenos Aires, ha decidido tomar en la nueva etapa de la lucha el camino equivocado del propio desgaste, lo que limita las posibilidades electorales de su candidato presidencial. La vieja fórmula de la confrontación callejera unifica a los seguidores del masismo, refuerza el voto duro militante, calculado entre un 25 y 30%, pero termina otra vez dejando en un encierro suicida al partido de Evo Morales. Es muy posible que la conducta beligerante aleje a quienes, sin militar o simpatizar con el MAS, habían comenzado a pensar en votar por esa fuerza ante la decepción que le provocan las otras endebles alternativas.
La recurrente apuesta por la batalla callejera, en tiempos distintos y “anormales” por la dura e inesperada pandemia, puede ser visto por gran parte de la población boliviana como una decisión caprichosa, tozuda e irresponsable de los dirigentes, en vez de una legítima reivindicación. Posiblemente la creciente ansiedad de volver al poder lo más rápido posible ha empujado a los líderes del ala dura del masismo a tirarse un tiro en el pie, cuando lo sensato puede haber sido aceptar y esperar unas pocas semanas más la votación, en la que resulta ser la fuerza política con la mayor chance de resultar otra vez ganadora. El empecinamiento por dar pelea en la calle, en vez de reconquistar el voto pacíficamente, genera el riesgo de que el desborde social extienda y haga ascender imparablemente la curva del contagio, lo que puede dar nuevos argumentos para pensar en otro cambio de fecha para votar, lo que sería inaceptable y pondría otra vez a Bolivia en un escenario peligroso y con consecuencias imprevisibles para su democracia.
Por el lado del Gobierno tampoco hay luces para afrontar una crisis tan grave. Frente al ascenso de la conflictividad, algunos de sus más influyentes ministros han respondido con la misma torpeza de los gobernantes antecesores. La actitud ha sido idéntica a la de los que antes se fueron mal del poder: negar o minimizar la fuerza de la movilización y, enseguida, optar por la inútil judicialización del conflicto. El fracaso de ese tipo de respuesta ya lo vimos el año pasado. El gobierno no puede desentenderse del lío, encargando su solución al TSE, que tiene como principal misión organizar las elecciones.
Dejar que el conflicto se arregle solo o por inercia tampoco es una actitud que corresponda a la alta responsabilidad de gobernar un país. Así como el ala dura del MAS se ha dado un tiro en el pie al volver a la confrontación callejera, el Gobierno se encamina al suicidio si desatiende el asunto y no desactiva a tiempo la bomba social. El problema se complica porque lo que intente hacer la Presidenta transitoria para resolver la situación tendrá siempre el sello de la candidata, lo que acrecienta la desconfianza en ella. La mandataria está hace tiempo presa de su candidatura y sus desaciertos han terminando arrastrando a las otras fuerzas y candidatos que son vistos por una parte del electorado como los que la llevaron al poder.
La salida a lo que parece un callejón sin salida pasa necesariamente otra vez por una solución política. Alguien debe acercar a las partes enfrentadas para sellar un acuerdo mínimo que blinde la votación del 18 de octubre y para que tengamos un gobierno legítimamente elegido y posesionado no más de la primera o segunda semana de diciembre de 2020. Para conseguirlo se necesita un mediador y una tregua.