La mayoría legislativa quiere elecciones cuanto antes, y por esa misma razón aprobó una primera ley fijando el acto electoral para el próximo 2 de agosto. Esa fecha fue luego diferida, también de forma inopinada, para el 6 de septiembre, en acuerdo con todas las fuerzas políticas.
Las proyecciones especializadas indican, sin embargo, que el 6 de septiembre sería irresponsable, además de altamente riesgoso para la salud pública, celebrar un acto electoral.
Aun así, le fecha continúa corriendo, y como los dos tercios del MAS en la Asamblea Legislativa han comenzado a operar como una tenaza política y electoral puesta al servicio de ese partido político, en el país no está siendo posible tomar decisiones responsables y racionales. Esto con el añadido de que, desde que el gobierno de la presidenta Jeanine Áñez se convirtió en un actor electoral más, perdió el norte de sus responsabilidades prioritarias y quebró la autoridad que le confería su carácter de transitoriedad, complicando aún más el panorama político nacional.
Viene siendo tiempo, pues, de que el Órgano Electoral, como poder del Estado que es, fije una posición firme basada en estudios científicos y deje de actuar como un simple apéndice de las decisiones políticas de la mayoría parlamentaria.
Como se recordará, este proceso electoral fue primero convocado para el 3 de mayo, pero, por efecto de la crisis sanitaria y la cuarentena, quedó en suspenso. Luego se aprobó, por imposición del MAS en la Asamblea Legislativa, la segunda fecha del 2 de agosto, que luego fue modificada para este 6 de septiembre.
Y ahora, por la ligereza con que se vienen tomando las decisiones políticas, esa fecha del 6 del septiembre seguramente deberá ser modificada por tercera vez, no solo por su proximidad al pico más alto de la pandemia sino, sobre todo, porque la gente –duramente azotada por la expansión incontenible del covid-19– no tiene entre sus prioridades otra que no sea el resguardo de su salud y su sobrevivencia económica.
Con tres postergaciones continuas, el proceso electoral en actual vigencia ha perdido, ya, la necesaria legitimidad, lo mismo que todos sus actores (candidatos) y el conjunto de todas las autoridades nacionales y subnacionales del país. Todos juegan a sus cálculos electorales mientras la población combate, en estado de indefensión, el impacto de la pandemia y todas las consecuencias económicas de la misma.
No podemos perder de vista que todas las autoridades departamentales y municipales se encuentran también prorrogadas en sus mandatos y necesitan ser cambiadas por autoridades legítimas tan pronto como en los poderes Ejecutivo y Legislativo.
La mayoría de las gobernaciones y alcaldías del país están institucionalmente debilitadas y se hallan inmersas en pugnas políticas que han dificultado la gestión de la pandemia en sus respectivas jurisdicciones, lo mismo que el Gobierno nacional y la Asamblea Legislativa. Todas las instituciones del Estado necesitan ser renovadas por la vía electoral cuanto antes, este mismo año, pero en una fecha que no implique exponer la salud y la vida de las personas.
Por esas consideraciones, y otras muchas que resultaría imposible enumerar aquí, habría que considerar, muy seriamente, la anulación del actual proceso electoral y la convocatoria inmediata de uno nuevo, en el que el país pueda elegir, si es posible de manera simultánea y antes de diciembre de 2020, a sus nuevos Presidente, Vicepresidente, asambleístas nacionales, gobernadores, alcaldes, asambleístas departamentales y concejales municipales.