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Medio: El País
Fecha de la publicación: miércoles 06 de mayo de 2020
Categoría: Órganos del poder público
Subcategoría: Órgano Ejecutivo
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Áñez tomó el discurso escrito entre sus manos y se plantó de nuevo ante las cámaras. El coronavirus está ya haciendo mella en lo sanitario, pero apenas se empieza a sentir el efecto que puede dejar en lo económico, más allá de las emergencias gremiales por volver a trabajar que ya han derribado las frágiles capacidades de liderazgo de este Gobierno.
El partido en el Gobierno está en campaña. Nunca ha dejado de estarlo. Convertir la crisis en una oportunidad está en el manual de cualquier estratega político. Convertirlo en un desastre, también. Cuatro días después queda claro que el adelanto electoral no ha puesto en jaque a nadie, sino que ha revitalizado la polarización, que en este caso tiene un claro beneficiario.
La cuestión es que Keynes se ha convertido en el pensador recurrente para el populismo en tiempos de crisis, y todo aquello de incrementar la inversión pública en tiempos de depresión económica, en el camino a proponer. Aún a pesar de lo evidenciado tras la crisis de 2008 a nivel mundial.
La cuestión es que Áñez ha tirado de manual y ha propuesto un plan para acelerar la inversión pública en infraestructura, pero con el objetivo corto de reactivar el empleo. En concreto, Áñez habla de “crear” 600.000 empleos desde junio.
El plan de emergencia camina directo hacia el endeudamiento, del que se saldrá, si media el FMI, con devaluaciones y subidas de IVA, recetas que no sirvieron en Europa ni en Estados Unidos en la crisis de 2008
El plan es calcado a cualquiera de los que podía haber pergeñado el equipo económico del Gobierno de Evo Morales, que en 14 años nunca se preocupó de consolidar un tejido industrial productivo nacional y sí de tener a una gran cantidad de ciudadanos pendientes y dependientes de las migajas del Estado.
El plan, sin embargo, carece de una memoria económica que justifique o indique de dónde saldrá la inversión en un presupuesto que ya suma un 8% de déficit respecto al PIB. La crisis actual no es una de esas crisis cíclicas del capitalismo que describe la ortodoxia y para lo que se sugieren medidas de estímulo, sino una crisis motivada por un agente externo impredecible, y que no aparece después de un periodo de acumulación, sino, en particular en el caso de Bolivia, después de un largo periodo de ralentización.
El país atraviesa una situación controvertida: el precio del petróleo ha caído hasta límites nunca vistos, lo que reduce los ingresos, que además no se compensarán con la reducción de la importación merced a los espurios negocios que YPFB viene firmando con la importación de diésel ni los oportunistas contratos interrumpibles. Las Reservas Internacionales Netas tocaron límites y están para pocas alegrías, aunque el cierre de mercados que ha congelado la importación y la autorización de exportación de granos ha dado un respiro. Además, la recaudación ha desaparecido: los impuestos no se pagarán no por los aplazamientos, sino porque difícilmente habrá utilidades sobre las que declarar.
El plan de emergencia camina directo hacia el endeudamiento, del que se saldrá, si media el FMI y el BM, con devaluaciones y subidas de IVA, recetas que no sirvieron en Europa ni en Estados Unidos en la crisis de 2008 ni son las que se están aplicando ahora, más allá de alguna idea peregrina de “nuevo Plan Marshal l”.
Todos los países han apostado por apuntalar la empresa nacional con medidas de todo tipo, salvando el empleo con transferencias directas y otros mecanismos efectivos y directos, no confiando en que el virtuosismo del mercado salvará la situación, algo que ya quedó patente en los tiempos recientes.
La crisis médica y la sanitaria van en serio. Es hora de que el Gobierno también se lo tome en serio.