Medio: La Razón
Fecha de la publicación: sábado 22 de febrero de 2020
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones nacionales
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No hay día en que no se informe sobre nuevos casos de supuestas irregularidades de actuales o exautoridades, o en los que candidatos o sus familiares aparecen involucrados. Muchos de estos casos vienen además acompañados de grandes despliegues mediáticos, que suelen terminar en aprehensiones y otras medidas de extrema severidad a cargo de policías y fiscales.
Hay, por supuesto, un acuerdo general en nuestra sociedad de que no se debe tolerar y proteger la corrupción. Este ha sido un reclamo permanente de todos. Su persistencia en el tiempo indica que el endurecimiento normativo no es suficiente para combatirla, y que hay necesidad de incidir en las condiciones que facilitan una cultura política proclive al uso clientelar y arbitrario de los recursos e instituciones públicas.
Sin embargo, detrás de esta legítima y urgente demanda ciudadana se oculta igualmente una inquietante tendencia a utilizar cuestiones de este tipo para dirimir diferencias políticas, a veces con base en situaciones reales, y en otros casos mediante calumnias y medias verdades. Más allá de la calidad de las denuncias, el punto crítico es que todas éstas deberían ser resueltas por un sistema judicial que garantice derechos y un debido proceso. Pero al contrario, en estos días se ha hecho frecuente el predominio de una lógica inquisitiva en el tratamiento de estas situaciones, en el límite o sobrepasando los derechos constitucionales y humanos de los que es titular cualquier ciudadano. A esto se denomina “judicialización de la política”.
Muchos suponen que enlodar al adversario produce réditos políticos o electorales en la medida en que la reputación es un atributo central del liderazgo y la confianza. Pero cuando esta práctica se extiende a moros y cristianos, en una tormenta de acusaciones, aprehensiones y denuncias, se aumenta la desilusión, la desconfianza y el rechazo de la población a todo el sistema político, e incluso al sistema democrático.
Un clima de sospecha estructural, en el que ya nadie cree en nadie, es también el caldo de cultivo para la volatilidad y sorpresas electorales, pues la decisión escapa de marcos racionales y se contamina de emotividades primarias como la bronca, la victimización, el odio y la revancha. Urge evitar esta vía que degrada nuestras instituciones y la democracia. No hay que jugar con fuego, pues éste al final puede quemar a quien lo inició o, peor aún, incendiar nuestro hogar común. Seamos demócratas, respetemos los derechos y el debido proceso de todos, sin distinción.