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Medio: Nuevo Sur
Fecha de la publicación: lunes 17 de febrero de 2020
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones nacionales
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Contenido
Dick Morris, el prestigioso sociólogo norteamericano que fue asesor del presidente Bill Clinton, distingue en su libro El nuevo príncipe entre tres clases de políticos: los ‘idealistas fallidos’, que tienen una visión del futuro pero no consiguen comunicarla; los ‘demagogos’, que no tienen una visión del futuro, por lo que se contentan con halagar a su audiencia, y los ‘idealistas astutos’ (smart idealistas), que poseen una visión del futuro y a la vez consiguen comunicarla. Esta clasificación encierra una jerarquía de valores. El idealista fallido es un hombre honesto, fiel a sus convicciones, que está dispuesto a esperar lo que sea necesario hasta que el tiempo dé la razón a sus ideas, a pesar de la indiferencia de sus conciudadanos. El idealista astuto también alberga convicciones, pero las mezcla con su determinación y liderazgo real para hacerlas prevalecer. En cambio, el demagogo es un ser moralmente despreciable cuyo único fin es conseguir el poder y perpetuarse en él a costa de lo que sea, de mentir, calumniar, engañar y desprestigiar a sus contrarios.
El Diccionario de la lengua española se define la ‘demagogia’ como: «Dominación tiránica de la plebe con la aquiescencia de ésta». Y en una segunda acepción como: «Halago de la plebe para hacerla instrumento de la propia ambición política». El verbo «halagar» es aquí categórico, pues descubre la verdadera intención del demagogo, cual es adular, complacer a quien le escucha para ganárselo. La palabra en cuestión queda etimológicamente cerca de ‘adulterar’; que supondría deformar, alterar, falsificar la voluntad del soberano, sea éste el rey o el pueblo, pero no para beneficiarlo, sino para corromperlo. Según la política de Aristóteles, la adulación es propia de todos los regímenes ‘impuros’ o corruptos. En las monarquías, por ejemplo, los cortesanos adulan al rey por temor, hasta llegar a convertirlo eventualmente en tirano. En las democracias, los políticos adulan a la mayoría del pueblo para degradarlo, corrompiendo el sistema hasta degenerarlo en la demagogia. Esta noción presupone la idea de que en el alma humana coexisten dos impulsos contradictorios: un nivel superior, donde anidan las motivaciones más nobles, y un nivel inferior, donde predominan los bajos instintos. El gobernante honesto, de intenciones limpias, estimula la zona elevada del alma. Mientras que el demagogo estimula sus zonas bajas, es un corruptor. Del predominio de una u otra actitud dependerá la pureza o la impureza del régimen político. Según Abraham Lincoln, «demagogia es la capacidad de vestir las ideas menores con palabras mayores».
La ventaja de leer a los clásicos es que nos recuerdan lo poco original que es el mal y con qué facilidad se repite en la historia. Cuando hace 2.500 años el gran Aristóteles nos advertía del peligro de los «aduladores del pueblo», es decir, de los demagogos, hablaba de un riesgo muy real y muy actual. Estos personajes, a través de la manipulación de las conciencias, consiguen convencer de que sus rivales son enemigos del pueblo, neutralizando de esta manera toda oposición hasta hacerse dueños de la opinión y de las normas. El historiador griego Polibio también reflexionaba al respecto: «Como la masa del pueblo es inconstante, apasionada e irreflexiva, y se halla además sujeta a deseos desenfrenados, es menester llenarla de temores para someterla».
Estas sabias reflexiones cobran plena actualidad cuando vemos cómo ciertos líderes recurren a la fácil retórica, inflamada, dulzona, que pretende premeditadamente embriagar y adormecer la conciencia crítica de la plebe. Pero los demagogos cuentan hoy con un poderoso instrumento del que carecían, por cierto, los antiguos dirigentes: las encuestas, mediante las cuales pueden medir y controlar científicamente los sentimientos y las preferencias de los adulados.
El poder sólo se logra en democracia a través de los votos. Ganar las elecciones es un objetivo legítimo, pero puede perder su legitimidad en función de la codicia real que lo impulsa. De aquí surge el «electoralismo», esto es, la búsqueda del triunfo electoral por el triunfo.
Los demagogos no tienen color definido, ellos pueden adoptar el ropaje que mejor les convenga de acuerdo a la necesidad coyuntural. Pueden aparentar ser de izquierda, derecha, centro o finalmente de ningún lado preciso. Es muy difícil encasillarlos en alguna tendencia política, porque sencillamente no poseen bases políticas sólidas. Lo que menos les interesa es la política, sino mantenerse en el lomo del poder a cualquier precio. Cuentan que Franco solía aconsejar a sus ministros: «Hagan como yo, no se metan en política».
En Iberoamérica, eso que se ha dado en llamar «populismo» ha adoptado una desconcertante amalgama de posturas ideológicas. Izquierdas y derechas recurren por igual al conjuro de la palabra mágica: «pueblo». Los extremos se tocan, son cara y cruz de un mismo fenómeno político cuya caracterización es la pura demagogia.