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Medio: Nuevo Sur
Fecha de la publicación: lunes 27 de enero de 2020
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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Contenido
El estudio científico de los valores
Los ladrillos básicos de la cultura política de una sociedad están contenidos probablemente en un reducido sistema de valores fundamentales (Jorge, 2015). Los valores representan ideales culturales: concepciones acerca de lo que es bueno o malo, deseable o indeseable. Subyacen en las normas, prácticas e instituciones, y contribuyen a fijar las preferencias, actitudes y conductas que los individuos ven como legítimas o ilegítimas –y que son estimuladas o desalentadas- en los diferentes contextos sociales (Schwartz, 2009).
La cultura, observa Schwartz, se refiere a las “presiones” a las que están expuestos los individuos por el hecho de vivir en un sistema social. Psicológicamente, las presiones culturales son estímulos que el individuo encuentra con frecuencia y que dirigen su atención, por ejemplo, a lo material o lo espiritual, lo grupal o lo individual, etc. En términos sociológicos, esas presiones son las expectativas que halla la persona cuando ejerce roles en las instituciones sociales.
“La frecuencia de determinados estímulos, expectativas y prácticas admitidas en la sociedad expresan énfasis normativos de valor subyacentes, que están en el corazón de la cultura” (Schwartz, 2009, p. 128). Un énfasis de valor en la obediencia se expresa en frecuentes estímulos y expectativas que inducen conductas generalizadas de conformidad.
La organización, las políticas y las prácticas cotidianas de las instituciones sociales constituyen estímulos y expectativas que expresan énfasis de valor subyacentes. Por ejemplo, educar a los niños en el logro, basar la economía en la competencia y el sistema legal en la confrontación, traducen énfasis de valor que promueven el éxito y la ambición.
Sobre el concepto científico de valor hay un consenso creciente. Schwartz lo ha resumido en seis puntos esenciales (Schwartz, 2007,1992). Los valores son creencias –es decir, cogniciones-, pero ligadas inextricablemente al afecto. Cando una situación los activa, se ven imbuidos de emoción. Si valoro mi libertad –es decir, si la libertad es importante para mí-, me siento preocupado cuando la veo amenazada, afligido si la pierdo y contento cuando puedo disfrutarla.
Los valores implican fines deseables que motivan la conducta de las personas. Son abstractos o generales, de modo que trascienden acciones y situaciones específicas: la solidaridad o el respeto por los demás, por ejemplo, son relevantes en una variedad de contextos (esto último los distingue de las actitudes y las normas, que están asociadas a conductas, objetos y circunstancias particulares). También sirven como criterios para seleccionar o evaluar (personas, opiniones, políticas de gobierno, etc.).
Además, están ordenados en un sistema de prioridades basado en la importancia relativa de cada uno respecto de los otros. La sociedad en su conjunto y cada individuo poseen un sistema específico de prioridades de valor. Esta organización jerárquica de los valores es otra diferencia con las actitudes.
Los valores en la conducta individual y la acción grupal
¿Cómo influyen los valores en la conducta de las personas? Su importancia relativa está en el eje del mecanismo. Cualquier conducta o actitud involucra normalmente más de un valor. Estos múltiples valores guardan entre sí relaciones de complementariedad o conflicto.
Para un individuo, aceptar un empleo bien pago y promisorio puede ser congruente con sus valores de éxito y riqueza material, pero quizás entre en conflicto con sus valores de independencia y disfrute del tiempo libre. Su decisión estará guiada por un trade-off entre los valores competitivos que son relevantes en esa situación.
Inglehart & Welzel (2005, p. 23), subrayan que la función cumplida por las orientaciones de valor -servir de estándares para fijar los objetivos que consideramos deseables o indeseables- las convierte en un “poderoso regulador motivacional de la conducta humana”.
Estos autores adoptan una perspectiva evolucionista sobre el surgimiento, difusión y cambio de los valores sociales. Los valores que se ajustan mejor a los retos de la vida bajo determinadas “condiciones existenciales” tienen una “ventaja selectiva” sobre los demás. Debido a su “efectividad”, es más probable que sobrevivan y se difundan.
Este “principio evolutivo” tiene dos implicaciones relevantes. Una es que los valores prevalecientes reflejan las condiciones existenciales predominantes. La otra es que si estas condiciones cambian, en particular a través del desarrollo socioeconómico, es probable que los valores lo hagan también.
Sin embargo, el cambio de valores tendrá lugar con un considerable rezago temporal, necesario para experimentar con estrategias de vida alternativas que se ajusten mejor a las nuevas condiciones. Estas estrategias serán adoptadas fundamentalmente por las nuevas generaciones, pues las adultas deberían abandonar hábitos y visiones del mundo profundamente arraigados.
Las conductas de una persona en un contexto dado no dependen solo de sus valores. Éstos intervienen con fuerza cuando: a) son relevantes para la situación; b) son importantes para la persona (en especial, si son centrales para la auto-definición del Yo: “soy honesto”, “soy ambicioso”).
Las creencias y las pautas de comportamiento son dos tipos adicionales de componentes de la cultura política, aunque posiblemente más periféricos que los valores.
Las creencias consisten en las ideas que predominan entre los miembros de una sociedad sobre lo que es verdadero o falso. Representan el conocimiento creado por la sociedad y compartido y aceptado por los individuos. Las ideologías –entre ellas las ideologías políticas en sentido restringido- son sistemas de creencias muy organizados e integrados. Contribuyen a explicar y dar sentido al mundo y a nuestra posición en él, igual que a legitimar modos de organización social.
Aunque las ideologías políticas están relacionadas con sistemas de valores, en ellas predomina el aspecto cognoscitivo. No es raro que un individuo, por convencimiento racional, adhiera o abandone bruscamente una ideología. Los cambios en los valores básicos de las personas son mucho menos probables (Inglehart, 1990, pp. 371-92).
Las pautas de comportamiento comprenden una variedad de reglas que definen la conducta aceptada y esperada de las personas en diversos contextos (Cialdini y Trost, 1998). Abarcan desde la simple conducta típica o repetitiva observada en un grupo –“la norma” en términos de una acción “normal” o corriente-, hasta las normas en su acepción fuerte: reglas establecidas e inculcadas con un sentido de obligación, cuya falta de cumplimiento produce una sanción informal o formal de la sociedad. La intensidad de la obligación y las sanciones varía con la importancia de la norma: es mínima en ciertos hábitos y costumbres y máxima en los tabúes.
Cuando el foco está puesto en la acción colectiva o grupal, el poder motivacional de guiar al grupo hacia los objetivos deseables reside en los valores compartidos por segmentos amplios de la sociedad.
Welzel (2013, p. 217) remarca que las normas sociales y los intereses de grupo también guían la acción colectiva, pero que, comparados con ellos, los valores constituyen un factor motivacional muy potente.
Las normas sociales guían la acción a través de sanciones externas. Sin éstas, pierden su poder. La excepción es cuando las personas han internalizado una norma, pero en tal caso la norma se ha convertido en un valor. Como los valores son ideales internalizados que definen la estructura de preferencias del individuo, no necesitan sanciones externas para ser eficaces. Ellos son “la base de la capacidad de auto-regulación de las personas” (Ibídem).
Los valores detentan asimismo una “ventaja motivacional” sobre los intereses de grupo, que siempre se originan en un propósito instrumental: la “posición específica del grupo en relación con los grupos rivales” (Ibíd., p. 218).
El carácter puramente instrumental de los intereses hace que la probabilidad de actuar en su defensa dependa de un cálculo de costos y beneficios. Cuanto más grande es el grupo, más probable es que un miembro individual considere que su contribución al éxito del grupo será insignificante. Dado que el costo de movilizarse será muy superior al beneficio previsto, la mayoría de los miembros se abstendrá de actuar. Los intereses del grupo solo serán defendidos si éste cuenta con una organización poderosa.
Este “bloqueo motivacional” del interés de grupo solo es superado cuando el interés se ha convertido en “una parte inherente a la identidad social de las personas”, es decir, cuando ha perdido su naturaleza meramente instrumental. Ahora su defensa adquiere para el individuo un valor “intrínseco” y la acción colectiva no depende ya de un cálculo de costos y beneficios. Para ello, como sucedía con las normas, los intereses del grupo deben estar “anclados como valores en el sistema intrínseco de preferencias de las personas” (Ibídem).
Dado que los valores son elementos constitutivos de nuestra identidad personal, expresarlos en nuestras acciones se vuelve un fin en sí mismo –relacionado con la construcción de la identidad de grupo-, más allá de las posibilidades de éxito de la acción para alcanzar el objetivo valorado.
Teorías de la cultura política
El campo de estudio de la cultura política reúne hoy un conjunto convergente de sistemas teóricos e hipótesis. El principal objetivo de estas perspectivas teóricas –que dialogan entre sí y detentan puntos comunes y diferencias- es identificar los componentes fundamentales de la cultura política democrática, sus mecanismos de formación y cambio y su rol en la emergencia, la estabilidad y la calidad de la democracia (Jorge, 2010a, pp. 67-128).
Una buena teoría es capaz de darse una estructura sintética de conceptos e hipótesis para explicar una gran variedad de hechos y procesos. Un paradigma con alto grado de articulación formal y sustento empírico –fundado en la base de más de 400 mil casos entre 1981 y 2014 de la World Values Survey– es la teoría de la posmodernización (Jorge, 2010, pp. 82-93). Desarrollada por Ronald Inglehart –y luego también por Christian Welzel-, su tesis central es que una democracia estable y de calidad resulta de la emergencia de un sistema de valores de emancipación o autoexpresión. Este sistema es, a su vez, producto del desarrollo económico, y se difunde en la sociedad, mediante el reemplazo generacional, durante la fase posindustrial.
El concepto de giro posmoderno (Inglehart, 1997 y 1990) alude a un conjunto de cambios interrelacionados de los valores, creencias y normas en todas las áreas de la cultura: la familia, la religión, el trabajo, la política, etc. Mientras la mayoría de los miembros de una sociedad vive aún en condiciones de relativa inseguridad –una situación que se extiende a casi toda la fase de industrialización-, las personas tienden a poner énfasis en la seguridad económica y física por encima de otros objetivos.
Como un modo de maximizar la predictibilidad en un mundo incierto, la gente se aferra a las reglas absolutas, las normas familiares y sexuales tradicionales y los roles establecidos de hombres y mujeres. Los extranjeros, la diversidad étnica y los cambios en las pautas culturales son percibidos como amenazas. Fenómenos correlativos son la intolerancia hacia los homosexuales y otros grupos vistos como “diferentes”, así como una visión política autoritaria.
A medida que las sociedades se modernizan y avanzan hacia una economía de bienestar basada en el sector terciario, las condiciones de seguridad en las que crecen los individuos hacen que las sucesivas generaciones den cada vez menos prioridad relativa a los valores materialistas de supervivencia y más a cuestiones posmaterialistas vinculadas con la autoexpresión y la calidad de vida.
Esta teoría del cambio intergeneracional de valores se apoya en dos hipótesis: la de la socialización temprana de los individuos –los valores básicos que éstos adquieren en la etapa formativa de su vida cambiarían poco en la adultez- y la de jerarquía de necesidades de Maslow (1954), según la cual las necesidades fisiológicas y de seguridad deben estar razonablemente satisfechas antes de que el individuo dé prioridad a las psicológicas de autorrealización, pertenencia y estima.
El resultado de este giro es el surgimiento y difusión en la sociedad de un sistema de valores de emancipación o autoexpresión. Este síndrome, que prioriza la libertad de elección y la participación en las decisiones, la igualdad de género, la diversidad y el respeto por los demás o tolerancia, así como la confianza generalizada, es congruente con la democracia (Inglehart y Welzel, 2005).
Un segundo cuerpo de teoría –con elementos comunes, pero también importantes diferencias con el anterior- es el paradigma del capital social (Jorge, 2010, pp. 94-118). Robert D. Putnam, que estudió durante veinte años la experiencia italiana de los gobiernos regionales, formuló el análisis más influyente de la democracia a partir de este concepto.
Postula que el buen desempeño de las instituciones democráticas es la consecuencia de un contexto social específico: un modelo de convivencia que Putnam denomina comunidad cívica. Ésta se distingue por un elevado stock de capital social –confianza social, asociaciones voluntarias y normas de cooperación-, el compromiso cívico, la igualdad entre las personas y el respeto o tolerancia, que permiten resolver con eficacia los dilemas de acción colectiva y “hacer funcionar la democracia”.
La comunidad cívica –noción cuya genealogía llega a los humanistas cívicos del Renacimiento– no sería un producto del desarrollo económico, sino de todo el recorrido histórico de una sociedad, concebido en términos de dependencia de la senda (Pierson, 2004; Jorge, 2010, p. 113).
Dentro de este mismo paradigma han surgido hipótesis alternativas a las de Putnam. Las más relevantes conciernen al papel de las instituciones en la creación de capital social (Montero et al. 2008; Rothstein y Stolle, 2008), el impacto de distintos tipos de asociaciones voluntarias (Warren, 2001) y la relación entre la confianza y el asociacionismo (Uslaner, 2002). La cuestión de las fuentes y los efectos políticos de la confianza interpersonal se ha convertido en un subdominio de muy intensa investigación (Delhey y Newton, 2005).
Una tercera visión prolonga aspectos de la concepción del sistema político de David Easton (1965), en la que también se apoyó el modelo fundacional de la cultura cívica de Almond y Verba. Easton subrayó la importancia del “apoyo” de los ciudadanos al régimen político y sus instituciones para el funcionamiento del sistema. Las actitudes favorables al régimen democrático y la satisfacción con su desempeño, así como la confianza en las instituciones políticas serían, según esto, factores fundamentales para la estabilidad, la calidad y la efectividad de la democracia (Linz y Stepan, 1996; Torcal, 2008; Montero et al., 2008 y 1998; Norris, 1999).
La teoría de los valores humanos básicos planteada por Schwartz (1992), que éste investigó administrando cuestionarios a muestras de estudiantes y maestros en gran número de países, fue adoptada por la European Social Survey (ESS) para sus sondeos periódicos realizados desde 2002 en las naciones europeas.
Schwartz ha distinguido y contrastado empíricamente diez valores básicos universales en el nivel de los individuos y siete en el nivel de las sociedades o culturas. Los deriva de una teorización sobre las soluciones alternativas que deben dar todas las sociedades e individuos a un número reducido de problemas universales. Las diversas culturas y las personas difieren en las prioridades que asignan a esos valores básicos.
En el nivel de las sociedades, Schwartz (2006) ha observado –en coincidencia con la teoría de la posmodernización- que los valores de autonomía individual e igualitarismo –por oposición a los de inmersión en el grupo y jerarquía– están asociados con prelación temporal a los cambios en el nivel de democracia y parecen ser, a su vez, un resultado del desarrollo socioeconómico. El autor sugiere que su esquema de análisis representa una “sintonía fina” en relación al propuesto por Inglehart.
La Democracia y la Cultura Democrática
La hipótesis central del enfoque de la cultura política –según la cual la democracia (y, en rigor, cualquier régimen político estable) requiere una cultura compatible que le sirva de sustento- tiene pese a todo sus detractores (Jorge, 2015).
Una línea concurrida de interpretación asigna autonomía o primacía causal a la acción de las elites. Al preguntarse qué “principios” hacen “factible” la democracia, Schmitter y Karl (1991) se enfocan en los acuerdos entre los actores políticos.
Tales arreglos surgirían de la interacción entre antagonistas suspicaces y se basarían en “normas de prudencia”, no en una “cultura cívica” conformada por “normas benevolentes” y “hábitos profundamente arraigados”. Éstos serían un producto de la democracia, no los que la hacen viable. La hipótesis de que la democracia sería la causa de la cultura política democrática, mediante el aprendizaje que estimularía su ejercicio (Hadenius y Teorell, 2005), se remonta a un destacado trabajo de Rustow (1970).
Para las perspectivas de los valores de emancipación y del capital social, la acción de las dirigencias políticas está fuertemente influida por las orientaciones de los ciudadanos ordinarios.
Por un lado, los miembros de la elite comparten rasgos culturales con la población general. Se ha observado, en este sentido, que las elites de los distintos países difieren más entre sí que en relación con el resto de sus connacionales. Por otro lado, la cultura política de la gente común fija en gran medida su nivel de aspiraciones y, por lo tanto, el de las demandas que dirige a las elites.
A medida que la cultura política de la sociedad se vuelve más sofisticada, aumentan la motivación y los recursos cognoscitivos y asociativos –y, desarrollo mediante, también materiales- de los ciudadanos para definir y canalizar sus demandas.
Almond y Verba concebían la cultura cívica de la democracia como una mezcla equilibrada de orientaciones participativas y pasivas. El ciudadano de una democracia tenía que respetar la ley y la autoridad. Los gobernantes electos debían tener en cuenta las opiniones de la gente, pero también la capacidad de hacer cumplir sus decisiones. La participación ciudadana era sobre todo una reserva, a la que se acudía si las elites políticas no respondían a los requerimientos de la población (Jorge, 2010a, pp. 70-75).
La concepción de los valores de emancipación asume, por el contrario, que el surgimiento y la profundización de la democracia dependen de la capacidad de los ciudadanos para plantear activamente demandas y desafíos a las elites. El énfasis se desplaza de los ciudadanos “leales” al sistema descriptos por Almond y Verba a los que “se hacen valer” (Dalton y Welzel, 2014).
Como mostré en otros trabajos (Jorge, 2011 y 2012), el desarrollo económico es probablemente la fuerza más poderosa que opera sobre la formación y el cambio de la cultura política, pero no lo explica todo. La tradición cultural de una sociedad, su peculiar trayectoria histórica y el aprendizaje político suscitado por la difusión cultural, la acción de grupos con valores alternativos, la deliberación pública y las experiencias colectivas particulares, también contribuyen a modelar los valores predominantes de una comunidad.