Salgo apresuradamente a la calle, donde hay mucha algarabía, sorprendiendo mi portadora por su pancita altamente abultada por mellizos. Se dirige a un árbol y me amarra y cruzando la calle me amarra con destreza, también a otro árbol.

Es primera vez que estoy en una vía pública y escucho embelesada un coro de voces juveniles: ¡Quién se rinde! ¡Nadie se rinde! Que mis oídos satisfechos escucharán sin parar, junto a otros estribillos, durante 21 días.

Es mi primer día en la calle y los saltos de los jóvenes me alegran y cuando llega la noche esas voces vuelven: ¡Quién se duerme! ¡Nadie se duerme! y salen los abrigos y chompas para defenderse del frío que yo no siento porque estoy hecha de finas fibras naturales y mi función es cubrir cuerpos del frío. La noche pasa entre cantos, murmullos y diálogos de libertad y democracia.

Amanece y llegan muchos jóvenes con café en termos y marraquetas con mantequilla. Es el momento del relevo con abrazos sin fin y la consigna: ¡Quién se cansa! ¡Nadie se cansa!

Pasan las horas del día con jóvenes bullangueros y optimistas, hasta que aparecen malvados armados con palos dispuestos a sacarnos de lugar. La prudencia se apodera de los jóvenes que prefieren retirarse momentáneamente, desamarrándome rápidamente para que no me destruyan. Después de unos minutos, que pasan los rabiosos, otra vez me colocan entre los árboles con la exclamación: ¡Quién se rinde! ¡Nadie se rinde!

Así fueron pasando los días y las noches y yo contemplando la fortaleza de los jóvenes y algunos adultos y hasta ancianos que lejos de mermar sus energías se robustecían cada hora más y más, ¡No sé con qué!

Una noche llovió; pero no fue un motivo para abandonar la esquina. Salieron paraguas y pedazos de nylon para protegerse de la lluvia. Amaneció y yo estaba sopa. Salió el sol que atravesando las infinitas gotas en fila que colgaban de mi cuerpo se desprendieron destellos de luz, formando minúsculos arco iris.

Hoy es el día 21, día diferente, hay más alegría, más gritos ¡Quién se rinde! ¡Nadie se rinde! ¡Quién se cansa! ¡Nadie se cansa! Pero esta vez son más voces que mirando al cielo agradecen y dicen ¡Hemos ganado! ¡Hemos triunfado! ¡Hemos derrotado a la dictadura!... los abrazos son fuertes y las lágrimas sin tapujos recorren todas las mejillas…

Mi dueña, que en horas más será madre por vez primera, no se ha olvidado de mí. Me desamarra y dándome un beso tiernamente envuelve otra vez su mano como lo hizo hace 21 días. Me lleva a su casa sabiendo que conmigo, ya descolorida por el sol, no podrá tejer ninguna prenda, pero me guarda con primor en una cajita dorada como un recuerdo imborrable de días en lo que una juventud mostró su inquebrantable valor.