Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: martes 13 de marzo de 2018
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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La escaramuza
Sobre la democracia
Por enigmático que parezca, en nombre de la democracia, tanto como en
nombre de la fe cristiana, se cometieron los más brutales atropellos
contra la especie humana (a lo que habría que añadir también los más
sangrientos), lo que nos recuerda que es mucho más frágil de lo que
parece. Por eso más de uno ha sostenido que las democracias son muy
fáciles de tumbar y muy difíciles de reconquistar; un dramático
testimonio histórico de ello nos lo dieron tres tristemente célebres
tiranos: Hitler, Mussolini y Stalin, y entre los nativos tenemos varias
decenas.
Se supone que la democracia es el Gobierno del pueblo (demos = pueblo,
kratos = gobierno) y así lo definen académicamente todos, el problema
estriba en determinar qué entendemos por “pueblo”. Ese es, sin duda, el
talón de Aquiles. La historia ha mostrado que “el pueblo” es en última
instancia lo que le conviene al tirano. Para unos era la gloriosa clase
obrera. Bajo su dirección, el legendario Lenin fundó la URSS, medio
siglo después, Gorbachov la tiró al tacho, también en nombre del
pueblo.
Cuando la democracia se ejerce en nombre de una raza, entonces se nos
dice que esa raza es “el pueblo”; pero la democracia no sólo deja de ser
democracia y se transforma en dictadura, sino que además adopta su más
brutal expresión al volverse racismo. Acá lo grave es que la línea que
diferencia a un racista de un revolucionario, a la usanza leninista, es
tan poco clara que con bastante frecuencia los revolucionarios se
trasformaron en verdugos de su propio pueblo.
Las cosas se complican por una razón aún más sustantiva: las democracias
son, en última instancia, procesos en eterna construcción, lo que
significa que lo que los teóricos del siglo XVIII pensaban como
democracia. puede no tener mucho en común con los que piensan la
democracia en los tiempos de la globalización.
Mas aún, los dictadores pueden creer con un alto grado de honestidad
intelectual que reprimir al pueblo, encarcelar dirigentes, judicializar
la política, denostar a adversario o apegarse a un “criterio abstracto”
que violente una norma verazmente democrática es contemporáneamente
democrático.
Esto no los libera de ser tachados de tiranos, pero les otorga paz interna.
El detalle es importante, porque como bien lo hace notar Sartori, la
América Latina se debate entre periodos democráticos y no democráticos.
Entre que llega uno y se va el otro, nuestras democracias se presentan
en unos casos como “retorno” y en otros como “inicio”. En 1982 la
democracia reconquistada de manos de los militares llegó como “retorno”,
la de 1996 de Evo Morales llegó como “inicio”. La diferencia es que
quienes retornan a la vida democrática la respetan, quienes presumen de
ser los “iniciantes” o quizá los “iniciados” la destruyen en aras de la
novedad que, como sabemos, nunca es tan nueva.
A todo esto, se debe agregar un elemento igualmente traumático: la
democracia es inestable por naturaleza. Esto es obvio, si pensamos que
se basa en la confrontación de ideas, posturas, proyectos, etcétera. En
consecuencia, tiene como “principio activo” la inestabilidad. Este
atributo es el que quita el sueño a los dictadores. En tanto ellos
aspiran a construir “democracias” no contradictorias, homogéneas, donde
los libre pensantes no existan. En esta lógica, el que piensa igualito a
mí está conmigo, el que no está contra mí. Ese es el esquema de las
democracias despóticas del siglo XXI.
A todo esto, empero, cabe recordar que la democracia soportó
estoicamente la brutalidad del nazismo, el racismo, el fascismo, dos
guerras mundiales, varias crisis cíclicas, decenas de dictadores e
intentos de todo tipo en su corta y agitada historia. Finalmente resultó
invencible, porque la libertad humana es en sí misma invencible.
Renzo Abruzzese es sociólogo.