Medio: El Deber
Fecha de la publicación: martes 13 de marzo de 2018
Categoría: Conflictos sociales
Subcategoría: Problemas de gobernabilidad
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Lo primero que delata esta patología es el síntoma del prorroguismo. Todos quieren ser eternos, y si en el intento logran igualar a su referente ideal, Cuba, todos quieren quedarse más de medio siglo. El segundo síntoma es la construcción cuidadosa del caudillo. El culto a una persona no tiene límites. El ex canciller boliviano David Choquehuanca, por ejemplo, sugirió que un casual episodio climático en un evento presidencial en el altiplano, era un mensaje divino, una señal de que estábamos frente a una divinidad; y el vicepresidente amenazó con la huida de los astros celestes si no se apoyaba al caudillo. Crear la sensación de que fuerzas misteriosas y poderosas rodean estos regímenes es un acto propio de estas dictaduras. El tercer síntoma es el desprecio por la racionalidad del pueblo. Por alguna razón extraña y además del todo anacrónica, los beneficiarios de los regímenes totalitarios y populistas creen que el ‘pueblo’ terminará creyendo cualquier cosa, que ellos son unos genios y el resto una tropa de idiotas, ingenuos y manipulables.
Entre que juran que van a estar cien años, que el caudillo se quedará todo ese tiempo y que además, todos son una tropa de borregos surge de forma natural el l cuarto síndrome; este tiene carácter terminal, es incurable y produce una muerte relativamente rápida: pierden la visión, ya no ven nada, y si algo ven lo hacen a través de sus pasiones, se alejan de la realidad, se pierden y finalmente caen por sus propios errores. La brecha entre el pueblo y el tirano es tan grande como una bandera azul de doscientos kilómetros.