No es exagerado afirmar que la historia de la democracia norteamericana, esa democracia liberal que mata de hambre, discrimina y excluye a millones de habitantes del planeta, es la historia de las guerras y de las intervenciones en el mundo, es la historia de la cultura de la muerte. El propio capitalismo salvaje se asienta sobre millones de muertes provocadas por la ambición y el poder guerrerista de los amos del mundo.

En ese marco, en reiteradas ocasiones, el presidente del Estado Plurinacional, Evo Morales, ha advertido que el capitalismo no es la solución a los problemas políticos, económicos y sociales de la humanidad, y mientras se promueva la concentración de la riqueza en pocas manos y no haya justicia social, no habrá paz en el mundo.

La democracia liberal, capitalista, está en cuestión. La evidencia está en el mismo Estados Unidos, el “paladín” de la democracia, donde la muerte se ha incrustado como un cáncer en las escuelas y ha puesto en un estado de alta vulnerabilidad a los jóvenes estadounidenses que se ven sometidos —como toda la institucionalidad democrática del imperio— al libreto de la Asociación Nacional del Rifle (ANR). Vender armas o morir, parece ser la consigna de aquella democracia.

Pero no son menos alarmantes las democracias que descienden desde el norte, como un reflejo de aquella ola hegemónica en crisis. Asesinatos en masa, crímenes selectivos, sabotajes, odios racistas y machistas y otras prácticas paramilitares, apañadas desde los mismos Estados, dejan mal parados a los modelos conservadores que pretenden erigirse como el ejemplo de sociedades “libres y modernas”.

Los pueblos han despertado y construyen, como en Bolivia, su propio destino, sin intromisiones externas, en paz y con justicia social. Atrás ha quedado la vieja democracia neoliberal que acentuó la injusticia social que enriqueció a pocos.