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Medio: La Razón
Fecha de la publicación: miércoles 24 de julio de 2019
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Repostulación presidencial / 21F
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La actual debilidad de la oposición tiene mucho que ver con su errónea comprensión de lo que pasó en el 21F
La Razón (Edición Impresa) / Armando Ortuño Y. es economista e investigador social
00:00 / 24 de julio de 2019
No se entendió que la estrecha mayoría del No se constituyó por una combinación contingente de segmentos sociales y razones políticas bastante heterogéneas. Debiera, por ejemplo, haber llamado la atención varias encuestas que indicaban que una proporción importante de los votantes del No no tenían sentimientos muy hostiles al proyecto evista y que incluso aprobaban la gestión del presidente en ese momento, aunque les desagradara la idea de su falta de renovación.
La victoria opositora en el 21F podía haber sido, por supuesto, el embrión de una nueva mayoría política, pero, para eso, precisaba articularse en torno a un núcleo común de ideas que perfilaran un post-evismo viable y un liderazgo alternativo, individual o colectivo, que lo representara eficazmente. Tareas que fueron poco encaradas en los años posteriores y que aparecen, hoy, escasamente presentes en las candidaturas del sector.
La literatura de ciencia política es bastante clara cuando nos dice que los resultados de un referendo rara vez tienen una traducción automática en una elección de mandatarios, que se trata de procesos con diferencias no desdeñables. En el primero se suele responder a una cuestión específica, capaz de federar votantes muy diversos, mientras que en el otro se elige entre opciones políticas o liderazgos personales con identidades mucho más definidas. Las mayorías que emergen de ambos tipos de procesos pueden coincidir en ciertos aspectos, pero divergir en muchos otros. Se parecen, pero no son lo mismo.
Muchos analistas y líderes opositores no tomaron en cuenta esta precaución, proyectando los resultados del 21F linealmente a los futuros comicios, y alimentaron tres mitos: que la oposición política ya era mayoría, que su victoria en 2019 era casi ineluctable y que las autodenominadas “plataformas ciudadanas” eran la voz auténtica de esa nueva mayoría. Todos argumentos respetables, pero con discutible fundamentación empírica.
Este desenfoque tuvo resultados problemáticos en la construcción política opositora. Si la mayoría social era automática, bastaba entonces buscarle un líder que la representara o que aparentemente pudiera complacerla, no importando si este fuese producto de un proceso casi casual, sin necesidad de preocuparse por edificar una articulación política y programática sólida que lo sostuviera. En términos discursivos, el equívoco los llevó a quedar atrapados entre la necesidad de, por un lado, dialogar con plataformas y cívicos, los cuales se apropiaron mediáticamente del significado del 21F, respondiendo a sus demandas, con frecuencia radicalmente anti-masistas y, al mismo tiempo, intentar quedar bien con un etéreo votante centrista que parecía seguir aprobando las políticas socioeconómicas del MAS por más que haya votado contra la re-re.
Gimnasia retórica que obviamente confunde y evita hacerse cargo de lo que no se quiere aceptar: que solo un segmento minoritario de los votantes del No rechazaba total y radicalmente el denominado “proceso de cambio”. De ahí a la incoherencia y cacofonía observadas en el último tiempo, el pasito era pequeño.
Esto no quiere decir que el referendo perdido por el oficialismo no haya tenido impactos significativos en la política. A tres años, los principales rasgos del balance sociopolítico que emergió han variado poco: la hegemonía masista se ha resquebrajado, las elecciones serán más competitivas y el país sigue problematizado por la cuestión reeleccionista, aunque su traducción electoral no sea tan evidente. En concreto, algo más de un tercio de los electores que participarán en los comicios de octubre siguen teniendo sentimientos encontrados frente a un gobierno que aprecian en muchas de sus facetas y un líder que no les desagrada totalmente, pero del cual temen que no tenga capacidad de renovarse.
Es igualmente perceptible la ausencia de una alternativa conceptual superadora de un ciclo que casi el 60% de los ciudadanos considera que fue globalmente necesario y transformador. No hay pues estrictamente una polarización como la imaginan y alientan algunos, sino una fuerte querella en un solo aspecto de la agenda: la reelección. Ni siquiera hay clivajes radicales en torno a la cuestión democrática pues una proporción significativa de los ciudadanos no creen realmente que vivamos o vayamos hacia una dictadura, por más que tengan grandes preocupaciones sobre la calidad institucional.
El reto de la política es hacerse cargo de este escenario complejo y plagado de ambigüedades. Al punto que la victoria de algunos de los bloques en octubre dependerá en gran medida de su conexión con ese mundo que duda, central pero no centrista, ideológicamente plural aunque más orientado hacia la centro-izquierda, sociológicamente diverso y alejado de los clichés simplistas de cierto prisma clasemediero que muchos opinadores usan y abusan, contradictorio en sus opiniones sobre el proceso evista pero también preocupado de cosas prácticas como la estabilidad y el mantenimiento de lo avanzado.
En ese marco, el gran reto de las oposiciones consistía justamente en ensamblar inteligentemente a la gran diversidad de maneras de estar molestos con el oficialismo, varias de ellas contradictorias entre sí. Cuestión que parece no haberse logrado hasta ahora. Los estrategas dicen que tres meses es una eternidad en una elección, habrá que ver si esas fuerzas logran salir de su laberinto, que, por si acaso, no se resuelve solo con una unidad a fórceps o con un montón de malheridos políticos en el camino que conduce a ella, sino con una renovación urgente de su lectura de los sentimientos de los bolivianos.