Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: domingo 30 de junio de 2019
Categoría: Organizaciones Políticas
Subcategoría: Democracia interna y divergencias
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Prosigo recordando que el Estado busca, entre otros fines, la cohesión de la sociedad por encima de los intereses sectoriales que surgen dentro de ella, fuerzas centrífugas por el entrecruzamiento que los enfrenta entre sí y con aquello que se llama “bien común”, familiar cercano de la “cosa pública”, amenazando no dejar piedra sobre piedra del edificio social, pues la disgregación conduce a la aniquilación y el Estado tiene que evitarla, manteniendo “entera” a la sociedad, reto con distintos significados según sea su carácter.
Los Estados autoritarios imponen vertical y coercitivamente un modelo de agregación orientado a la homogeneidad social según patrones preconcebidos conectados en una propuesta ideológica dogmática de alta convocatoria ante la desinformación y el miedo de las masas, como en la Alemania nazi, la Rusia soviética, la España de Franco y la Yugoslavia de Tito.
El “socialismo del siglo XXI” en Latinoamérica, cuyas notas esenciales son el abuso de la fuerza, la vulneración de los derechos humanos y la aplicación del terror para disuadir a la disidencia, se envuelve en el discurso de enfrentamiento a un temible enemigo común, real o imaginario, que es indispensable derrotar.
Bajo esta lógica perversa, la cohesión se produce alrededor del poder que al mismo tiempo que la instaura por fuerza, la hiere de muerte porque debajo de la apariencia de sometimiento quieto y callado que implanta, incuba y agita la rebeldía que finalmente, años o décadas más tarde, estallará al influjo de las particularidades invencibles articuladas conscientemente o no, alrededor de la libertad.
Los Estados democráticos, por el contrario, reconocen y valoran las diferencias como parte inherente de la realidad social, cuyo origen se relaciona incluso con el carácter único e irrepetible de cada personalidad individual.
Así, su modelo de cohesión aplica una estrategia opuesta a la
anterior, orientada a la compatibilización de las visiones, los
intereses y las expectativas sectoriales en un nivel de conexión que
intermedia sociedad y Estado en un permanente esfuerzo de construcción
de consensos en función del “bien común” como horizonte último de la
gestión de la “cosa pública”.
Las funciones de los partidos incluyen precisamente la articulación de los intereses sectoriales dentro de una propuesta global de sociedad y Estado, lo que requiere su actuación permanente y armónica, orientadora y servicial, con los grupos de presión, organizaciones, instituciones y movimientos de la sociedad que conforman su base.
Bajo está lógica, la cohesión se produce alrededor de la participación ciudadana que deriva en la legitimidad del Estado emergente de la efectividad de las decisiones públicas para la solución de los problemas y la satisfacción de las necesidades. Sobre tal premisa puede aseverarse que no existe democracia sin un sistema de partidos.
Esta verdad de perogrullo ha sido y es negada en Bolivia desde hace una veintena de años. Como efecto de ello hoy predomina un discurso que define a la política como “espectáculo”, le niega contenido ideológico y la reduce a una venta de mercaderías a un electorado convertido en una masa consumista descerebrada.
También se desprecia a los partidos bajo el criterio de que son naturalmente malos, habiéndolos sustituido primero por las “agrupaciones ciudadanas departamentales”, concebidas como la panacea política, que se quedan mirando el árbol y pierden de vista el bosque, propiedades privadas que “se venden, se alquilan y se prestan”, vehículos veloces de adquisición de poder y dinero y contribuyentes importantes a un mayor descrédito político.
Hace poco se ha pretendido reemplazarlos por unas reuniones cuyo tamaño va de diminuto a pequeño, cobijadas por la sombra de grandes banners y banderas, impulsoras de diversidad de causas y consignas con relevancia social innegable, muchas de las que han hecho honor a su nombre al ser, en efecto, las “plataformas” desde donde se promocionan individuos con gran sentido de oportunidad en busca de legitimidad, a los niveles de representación política.
De otro lado, no existen en Bolivia partidos políticos en sentido propio, una de las mayores debilidades que aquejan al país en el contexto de comprobación reiterada y creciente del grado de podredumbre de un régimen autoritario que ha desmantelado la “cosa pública” promoviendo su desvergonzada privatización como nunca antes según evidencian los casos del Fondioc, del costeo de los caprichos infantiles de un caudillo que ya no tiene los pies sobre la tierra -literalmente- y no puede dejar de asistir a encuentros deportivos internacionales con recursos fiscales o la asignación de cuotas de peaje a serviles dirigentes del transporte.
Un régimen que nunca supo el significado del “bien común”, violentador de la naturaleza, del sistema de derechos y garantías, de la independencia de poderes, de la calidad de la función de los órganos públicos convertidos en una caricatura grotesca de lo mínimo deseable; sumado todo a los niveles estratosféricos de criminalidad y corrupción develando que el Estado boliviano está cayendo a pedazos con grave riesgo de disgregación y disolución de la sociedad.
El oficialismo no tiene partido, es la suma de organismos corporativos de diferente grado de descomposición, prebendales y corruptos, cuyos denominadores comunes son su decisión de continuar satisfaciendo sus intereses particulares a costa de “la cosa pública” y su único caudillo, candidato ilegal.
Recuperar la democracia y el estado de derecho es un objetivo ineludible que requiere un proceso de transición en que una de las tareas fundamentales es reconstruir el sistema de partidos, renovándolos para devolverles su naturaleza y funciones en el contexto del tercer milenio.