Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: jueves 27 de junio de 2019
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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En la noche no pude contactar con mi hermano que vivía con mi madre. En la mañana de 22 tampoco lo ubicábamos. En el inicio de la tarde de ese día mi madre lo encontró muerto en la morgue, una enfermera amiga suya le dijo que en la noche llegó herido al Hospital Militar y que horas después le dieron un tiro en la sien. Este amargo golpe fue el primer hito de mi cambio de ideas.
Hace meses escribí un artículo donde decía: “La idea de revolución era para nosotros -para mi hermano y para mí- equidad, igualdad social, eliminación de las discriminaciones, mejoras económicas, mejora en salud y educación; pero, superideologizados, pensábamos en el alejamiento del imperialismo, por ahí transitaban nuestros sueños y utopías. Pero su asesinato me hizo entender que nadie puede, nadie debe soñar su utopía, si ella significa quitar la vida a otros y mutilar la libertad de éstos.
Sólo pasado el tiempo me di cuenta que su muerte me fue cambiando la cabeza, me fue inculcando otras ideas; al inicio, la primera reacción fue dolor, después dolor y pasado un corto tiempo, rabia, desesperación, impotencia, aumento de la adrenalina para volver a la idea de revolución, más por dolor que por horizonte político.
Hasta ese agosto me adhería sin pensar mucho a la lógica amigo-enemigo, soñaba en revoluciones, pero desde su muerte entendí que no es justo que nadie quite la vida al otro por sus ideas y comprendí que en lugar de eliminar al otro, hay que aprender a convivir con él; esos fueron mis primeros pasos hacia la comprensión de la democracia. Desde ese agosto dejé de pensar en la utopía de las revoluciones, pues entendí que ellas, sean de cualquier signo, de derecha o de izquierda, son autoritarias y tienen como meta eliminar al otro, al diferente. Después de un año de prisión (1971-1972) me ratifique en la idea de alejar de mi pensamiento la lógica amigo-enemigo.
Creo en el cambio como proceso, dentro de los marcos de la libertad de pensamiento y de expresión, al interior del respeto más grande por los derechos humanos y las libertades fundamentales de las personas. Creo en la inclusión social, como no voy a creer en ella si soy hijo de obrero minero y de trabajadora fabril; pero no creo que se deba tomar a la inclusión como el pretexto para eliminar la libertad de expresión y de pensamiento, como han hecho muchas revoluciones y lo hacen aún los procesos que se dicen revolucionarios.
Tengo miedo a las revoluciones, pues en general son dogmáticas y tienden a eliminar al otro y evitan que haya disidencia, y pensamientos diferentes. Repaso la historia y no encuentro revoluciones en las que se hubiese respetado los derechos humanos y las libertades democráticas; casi todas las revoluciones, sino la totalidad de ellas, se han encargado y se encargan de mutilar la libertad de expresión, eliminando el derecho a la disidencia, impidiendo que cada quien porte sus propias ideas.
No olvido el 21 de agosto de 1971, no pierdo la memoria, pero vivo sin odio, pues creo que éste no permite pensar, amar, ni tener una convivencia democrática. No tengo odio ni siquiera por quienes me quitaron a mi hermano, pero mantengo la memoria y no la perderé. Y hacia el futuro seguiré insistiendo a mis hijos, a mis nietos que esa lógica amigo enemigo que conduce a eliminar al enemigo no es un valor democrático; al contrario, es la expresión más clara de la mutilación, sino de la eliminación de la democracia. Y si algo deseamos para el futuro, es vivir en democracia, sin que nadie penalice las ideas de los otros, sin que se mutile la libertad de expresión y de pensamiento”.