Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: martes 14 de mayo de 2019
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones nacionales
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La primera promesa que parece obvia es que el próximo gobierno se comprometa a respetar las reglas democráticas y las libertades ciudadanas; eso, empero, ya no puede esgrimir el candidato oficialista en virtud de sus antecedentes: 14 años de atropellos y la plena vigencia del “metele nomás” lo desdicen abrumadoramente. La consecuencia es obvia: todo lo que puede hacer el candidato oficialista es una guerra sucia con el impulso suficiente como para eclipsar 14 años marcados por una sobredosis de autoritarismo.
En la rivera del principal candidato opositor, Carlos Mesa, el peso de la historia deviene como la mejor evidencia: subió democráticamente y dejó el poder democráticamente, lo que permite ver –más allá de los discursos– la verdadera naturaleza de los contendientes. No sólo porque en la memoria histórica de los ciudadanos los acontecimientos y los hechos, que cada candidato ejecutó en los momentos que tuvieron el poder en sus manos, están demasiado frescos; sino porque, además, los ciudadanos sabemos que en este particular proceso electoral lo que en verdad se define es si los bolivianos estamos del lado de la democracia o en su contra, y todos sabemos que quien desconoció la voluntad del pueblo, expresada en un referéndum como el de 2016, no puede de manera alguna encarnar la democracia. O se sale y se entra democráticamente o se fractura irremediablemente la democracia.
En estos tiempos, independientemente de cualquier criterio académico, la democracia afinca en la certeza de que los derechos ciudadanos serán respetados y eso, en última instancia, definirá el voto en las próximas elecciones. Si las cosas funcionan así, el candidato oficialista sólo tiene a mano el recurso de la guerra sucia; en tanto y en cuanto la historia del oficialismo es un rosario de transgresiones y abuso de poder, y el candidato opositor es, en este sentido, su mejor antípoda.
Podría decirse desde esta perspectiva que la oposición en su conjunto tiene mayores recursos que explotar frente a la millonaria campaña oficialista, dependerá, sin embargo, de cómo los utiliza.
A lo largo de la historia sería muy difícil identificar procesos electorales que no hubieran echado mano de argumentos propios de una guerra sucia; la actual, sin embargo, tiene una característica que la hace diferente: el oficialismo no se enfrenta a la imagen de un candidato opositor, sino, a su propia imagen. Es por eso que ha desplegado una millonaria campaña mediática apoyada en las realizaciones supuestamente exitosas producto de casi tres lustros de gobierno. No lo hace para mostrar las debilidades del adversario en contraposición a la eficiencia del régimen; lo hace para encubrir esa borrachera de poder que se malgastó cifras inimaginables para los bolivianos y cuyo símbolo impertérrito es el candidato oficialista.
Como a la oposición no se le puede atribuir haber participado de la orgia, la única manera de hacerlo es apelar a la vida personal. Todo lo que el oficialismo puede esgrimir en contra de cualquier opositor que compita con el candidato oficial, será un grosero atentado a su privacidad, y eso dudosamente cambiará la imagen de la gestión del actual presidente, menos aún su imagen personal en calidad de candidato.
Estamos frente a una campaña que se caracteriza por la confrontación de una época oscura frente una luz al final del túnel y dependerá de la lucidez ciudadana definir el curso de la historia. Con guerra sucia o sin ella, lo que salga de las elecciones de octubre definirá el destino de las próximas generaciones.