Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: jueves 02 de mayo de 2019
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones nacionales
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El debate entre los candidatos es ciertamente una parte obligada de los rituales democráticos que nos consuelan cuando los demás fundamentos flaquean. Sin embargo, es necesario reconocer que, si en democracia los electores deberían votar por programas y por la capacidad de gobernar de los candidatos, es muy poco lo que se puede sacar en limpio de un debate, excepto la habilidad retórica e histriónica de los candidatos.
Pero analizar desempeños pasados y programas -que es lo que todos deberíamos hacer en democracia- no sólo da demasiado trabajo, sino que los propios programas no pasan la prueba de la coherencia, y la mayor parte de los electores (me incluyo), simplemente no tiene la capacidad de decir si con las medidas propuestas se puede generar esos empleos, si se puede cumplir las metas sociales anunciadas, si habrá crecimiento, etcétera.
La gran mayoría de los ciudadanos actúa en consecuencia y asiste a los debates como a un circo; ni siquiera eso. En un circo se puede establecer con cierta razonabilidad si un trapecista es bueno o es solo vistoso.
El segundo debate español de marras es un buen ejemplo. Tres de los candidatos -Sánchez, Casado y Rivera- hicieron gala de todas las malas mañas disponibles en el repertorio: el insulto, la interrupción, la mentira, la falacia, el golpe de efecto, etcétera. Difícil creer que eran los líderes de los principales partidos de un país del primer mundo, uno de ellos el propio Presidente de España.
Ocho analistas políticos consultados por El País dieron la victoria unánime a Pablo Iglesias (sospecho que para alegría de su amigo Álvaro García Linera). Sin embargo, la votación de Iglesias se quedó donde habían previsto las encuestas antes del debate. Es decir, su mayor claridad propositiva, cordura e inteligencia, no le valieron más que para alegrar a los seguidores y convertir a uno que otro indeciso no alérgico a la izquierda.
En nuestro país, los antievistas se mueren por ver al presidente Morales desplegar su característico estilo y su poco sofisticado manejo de cifras y conceptos frente a la reconocida elegancia labial de, por ejemplo, un Carlos Mesa. Pero, cuidado; un debate con Evo se parecería más a un cachascán verbal que a una entrevista. Evo tiene mucho con qué golpear y el resultado no sería necesariamente el que anticipan los mesistas. Prueba, nuevamente, de que gobernar y debatir son destrezas distintas.
La posibilidad de un debate con Evo ha quedado tan lejana que ya nos cuesta imaginarlo. Y al final de cuentas, que yo sepa. Stalin y Franco no debatían con nadie. Evo, que es posdemocrático, tampoco siente que tiene que bajar de su pedestal autoritario para participar de un ejercicio para el que él nunca dijo que era bueno.
Si de mostrar habilidades superfluas se trata, se podría hacer un concurso de discursos, en el que se declarara un ganador por aclamación. De hecho, eso son las elecciones; y Evo está en campaña permanente.
Al final, los debates, cuando hay varios candidatos en fuego cruzado, en el formato y tiempo posibles, son nomás pequeños discursos de ida y vuelta, que no pasan la prueba de la lógica, rigor factual y consistencia programática y ideológica. Incluso en el legendario debate Kennedy contra Nixon, ¡lo perdió éste porque le sudaba el surco nasolabial!
Excepciones a esta regla, hay por cierto, como el de Iglesias mencionado, pero son desempeños cuyo único premio es el estético. Podemos echar de menos los debates, estoy con Reyesvilla, pero es más por el gusto del circo y sangre que porque aumente significativamente la calidad del proceso democrático.