Medio: El Deber
Fecha de la publicación: lunes 22 de abril de 2019
Categoría: Órganos del poder público
Subcategoría: Órgano Ejecutivo
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Tal vez por eso, o quizás por la polémica surgida hace unas semanas, la cinta no tiene créditos; es decir, es un pasquín. No se sabe quién hizo qué. Lo que sí se conoce es que la exministra Gisela López, por contratación directa, pagó 112.000 dólares a la empresa mexicana Neurona para realizar el filme. El contrato está ahora, para su análisis, en la Contraloría General. Esta es la segunda vez que el Gobierno contrata a extranjeros para hacer películas contra sus adversarios. Primero contrató al argentino Andrés Salari para que presentara El cartel de la mentira, concebida para arremeter contra un grupo de periodistas.
Ahora tenemos El Robo, que abruma al espectador con decenas de datos, fechas y nombres, todo con el interés de demostrar que la privatización fue, en Bolivia, un fracaso. Algunas verdades dice, sin embargo, como que la capitalización de YPFB pudo haberse evitado y que en general el proceso de privatización fue polémico y oneroso.
No obstante, lo que no dice es lo más notorio: ¿había otro destino para esos cientos de empresas estatales, la mayoría de las cuales era deficitaria e insostenible? ¿Qué debía haberse hecho en los años 90 con el hotel Asaí, de Santa Cruz, con la industria de papel Sidras, de Tarija, con la productora de leche Milka, de Oruro, o la procesadora de alimentos del Beni?
Ver el documental me hizo reflexionar sobre lo que sucederá en el futuro en el país. Evo Morales es un enemigo declarado de la privatización y, si siguiera en el poder, seguro que nunca usará esa opción. Lo mismo ha señalado Carlos Mesa, atento como está a sintonizar con las tendencias de opinión de la población. Pero, entonces, ¿qué se hará con Lacteosbol, Cartonbol, Quipus, fábrica de azúcar de San Buenaventura y otras empresas deficitarias? ¿Simplemente el Estado erogará para su funcionamiento cientos de millones de dólares de manera indefinida? ¿Un país pobre, con tantas necesidades, debe mantener esa carga, ilimitadamente? La respuesta es no, obviamente.
¿Y qué hacer con megaobras, como la fallida fábrica de urea, que costó la cifra sideral de 1.000 millones de dólares? Tras tamaño gasto, la planta está casi siempre parada y produce menos del 45% de su supuesta capacidad. En 2018, en vez de producir las 600.000 toneladas anunciadas, produjo 264.000.
Para no hablar de otros dos gigantescos elefantes blancos, la planta separadora de líquidos Carlos Villegas, que costó 700 millones de dólares, y la fábrica de azúcar de San Buenaventura, para la cual se erogaron 260 millones de dólares. La primera, por falta de gas, funciona a un 30% o menos de su capacidad (llegó a operar al 20%), y la segunda, por problemas de ausencia de materia prima, casi no produce. Solo esas tres implicaron 2.000 millones de dólares de (mal)gasto. Algo habrá que hacer con ese lastre en el futuro.