Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: viernes 05 de abril de 2019
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones nacionales
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Otros representantes del oficialismo se sumaron al cuestionamiento “identitario” a Mesa, como si el Movimiento Al Socialismo (MAS) tendría el dominio exclusivo sobre el uso de la controversial prenda. Se reprocha al opositor, pero se aplaude al vicepresidente García Linera o al ministro Quintana, en similar tenida, a pesar de su ascendencia urbana, poco originaria.
Asimismo, resulta curioso que el MAS se sienta dueño de la cuestión indígena, representada en este caso por un poncho, cuando su vulneración a los derechos de los pueblos originarios se ejemplifica con el atropello a sus territorios, como el TIPNIS o la reserva de Tucavaca.
¿Cómo se explica esta supuesta defensa de lo indígena, mientras se atropella a los pueblos originarios que disuaden con el oficialismo?
Jesús Martín Babero (2001) utilizó el concepto del secuestro para explicar cómo las élites políticas del siglo XIX y los nacionalismos del XX utilizaron -política y culturalmente- al “pueblo”; obviando su historicidad, negando su condición de sujetos y buscando aprovecharse de sus recursos simbólicos, en función a los intereses de quienes dominaban el poder.
En Bolivia, con un presidente de ascendencia indígena, aunque no representante de un pueblo que tenga esta categoría, se pensó que esto cambiaría. Desilusión. Aplicando a Martín Barbero, el secuestro se produjo por el uso de dispositivos de pueblos originarios para fines y beneficios políticos del MAS. Les ofende que otros usen recursos similares, pues temen perder el dominio simbólico construido.
Hay tres ejemplos claves para explicar este secuestro: la puesta en escena de la boda del vicepresidente en las ruinas de Tiwanaku; el discurso pachamamista del oficialismo, particularmente del presidente Morales; y las declaraciones recientes del canciller Pary, al asumir la propiedad identitaria del poncho.
En el primer escenario, se asume a lo indígena como “pieza de museo”, diría Martín Barbero. Se pretende darle un estatuto impoluto e inmóvil, como si los siglos de Colonia, modernidad y globalización no hubieran ocurrido. Se lo despoja de su propia temporalidad, en función de un interés particular. Así, se monta una boda de dos sujetos urbanos, sin conexión directa con la ascendencia indígena, en las ruinas de un pueblo originario, con el fin de sostener que son parte de “esa historia”… de “la historia del pueblo”. Ovación a la pareja “indigenizada”. Popularidad incrementada.
El discurso pachamamista fue aún más elaborado. Pues el enunciado estaba transmitido, principalmente, por un sujeto que además de Morales, es Ayma. Él insistía, hasta hace poco, en ser el defensor legítimo de la Madre Tierra, un concepto familiar para los pueblos indígenas, aunque tampoco natural, como muchos pretenden sostenerlo (en línea con la figura del “indígena impoluto” y la “reserva de la humanidad”). La Pachamama, como otras divinidades indígenas, fue parte de un constructo social. Y esto lo sabían los estrategas del MAS. Defender este concepto los aproximaría a los pueblos indígenas.
Pero el discurso sólo se sostuvo por la repetición del mismo, mas no por su coherencia práctica. Los casos del TIPNIS y Tucavaca son los más emblemáticos. Ahora, se suma el de Tariquía, donde el gobierno del MAS desestima la necesidad de una consulta previa y de estudios ambientales, que antecedan exploraciones petroleras, en una de las principales reservas naturales de Bolivia. El discurso pachamamista se mantiene, pero cede frente a una economía extractivista.
Finalmente, está el ejemplo del canciller Pary, cuyo discurso no sólo representa esta lógica “estática” de lo indígena y de la identidad, sino además que asume su dominio exclusivo. El secuestro del poncho ha sido efectivo. Como lo fuera Tiwanaku, la Pachamama, la whipala o el ll’uchu. ¿Será posible revertir aquel “encierro”? Dependerá de quienes lo sigan sosteniendo y aplaudiendo.