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Medio: El Diario
Fecha de la publicación: domingo 31 de marzo de 2019
Categoría: Autonomías
Subcategoría: Autonomía Indígena
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En tiempos de la colonia aceptaron un pacto defensivo con los jesuitas ante la inminente dominación española, mediante el cual convinieron articularse en centros reduccionales cuya dirección política y económica estaba delegada en la figura colonial de los cabildos, estructura que ha sido ampliamente apropiada por los pueblos indígenas de la Amazonia sur. A la expulsión de los jesuitas en 1767, la colonia entendió que respetar la estructura organizacional dejada por los seguidores de Ignacio de Loyola sería más provechoso para usufructuar los recursos de las ex reducciones.
Producto de una rebelión contra los abusos de los colonizadores, en 1810, se gestó la primera autonomía indígena de la región a la cabeza de Pedro Ignacio Muiba. Esta rebelión consolidó la reproducción de la cultura reduccional y los líderes indígenas replicaron el sistema de la misión para implementar su propio gobierno en uno de los ejercicios más claros de libre determinación en la historia del pueblo mojeño. Sin embargo, con la creación de la República se dio el quiebre de la cultura reduccional, fueron anulados los derechos comunitarios, la población criolla y mestiza usurpó las tierras indígenas y se estableció un sistema forzado de reenganche de la fuerza de trabajo indígena abriendo los centros poblados al comercio y al extractivismo.
Los indígenas entonces cambiaron de estrategias, ante la agresiva ocupación comenzaron a abandonar los centros poblados hacia sus antiguos parajes, esto se dio gracias a un fenómeno social denominado marchas en búsqueda de la Loma Santa. Estas largas y sinuosas caminatas de raíces sagradas y espirituales fueron procesos migratorios protagonizados por los pueblos mojeño, yuracaré y movima. Esta forma de resistencia pacífica fue entendida por el poder político y económico de la república como una afrenta al sistema extractivista de la quina y la goma principalmente, ya que no comprendían que la mano de obra huya a los bosques haciendo casi imposible su captura y reintroducción al sistema de explotación y empatronamiento.
En las búsquedas de la Loma Santa, los ocupantes del territorio se dieron cuenta que las alambradas encontradas a su paso simbolizaban la ocupación física de su territorio por agentes foráneos. La presencia de empresas madereras con respaldo estatal, principalmente, desestructuraron las formas de relacionamiento de los indígenas en su hábitat y éstos decidieron que la mejor estrategia de defensa para los nuevos embates era la articulación supracomunal desplegando acciones colectivas que interpelen al poder de forma concreta y directa. Emergieron las subcentrales y centrales indígenas que redirigen los pasos de los caminantes que transitan de promesas sagradas a demandas de carácter político.
De ese proceso nacieron las marchas indígenas como la principal estrategia de defensa ante los atropellos de los gobiernos de turno que, soslayando arteramente la existencia de comunidades al interior del denominado Bosque Tsimane, entregaron territorios indígenas a la vorágine del extractivismo en la figura de concesiones forestales de un bosque declarado en producción permanente.
La marcha indígena, sin lugar a dudas, es una de las estrategias de defensa más efectivas y eficientes, ya que despliega una acción colectiva que reivindica derechos sin dañar los derechos de terceros e interpela directamente a los poderes Ejecutivo y Legislativo.