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Medio: ANF
Fecha de la publicación: sábado 30 de marzo de 2019
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones nacionales
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Tendemos a pensar que nos lo merecemos todo solo por el hecho de ser lo que somos o creemos ser, sin reparar en lo que hicimos para llegar a ello, es decir, que nos concentramos más en el resultado que en el mérito o demérito del proceso que nos llevó a él, culpando a todo y todos de nuestras derrotas sin agradecer a nadie –con honestidad– de nuestros escasos logros. A veces olvidamos que el éxito, en la generalidad de los casos, requiere de esfuerzo honrado y permanente, no únicamente de la astucia, la picardía o el enchufe, que el fin no siempre justifica los medios.
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Esto se refleja en muchos aspectos de nuestra vida individual y social, pero quizás más –y esto es innegable– en las relaciones con nuestras entidades estatales y en las formas de acceder los beneficios que de ellas se esperan, incluyendo el ingreso a la función pública, en el que más allá los procesos aparentemente competitivos que se dan –digamos positivamente– en algunas áreas del sector público, no suele basarse en la capacidad y el merecimiento, un rasgo por cierto común en los sistemas prebendales que tienden a resistirse, por razones obvias, a la instauración de un servicio de carrera sólido y funcional.
Así aterrizamos en el viejo concepto de “meritocracia”, unas veces sobredimensionado y otras defenestrado, aún sin razón, cuya noción cabal –prácticamente desconocida para el común de la gente– es simplificada por Bealey (2003), vinculándola a un tipo de “[s]ociedad en la que el éxito de los individuos se basa más en sus méritos que en el principio hereditario, los prejuicios, el sesgo de clase o la discriminación racial o de género” (añadiría el de filiación partidaria), enunciado con el que resulta difícil no estar de acuerdo y debe por ello constituirse en un objetivo al que apuntar, salvo por dos pequeños detalles, uno coyuntural y otro estructural.
El primero, relacionado más con un factor de oportunidad que apunta a la inexistencia de las condiciones mínimas para una justa competencia, nos referimos, entre otras cosas, a la necesaria voluntad política para establecer un sistema de carrera, además de no intervenir negativamente en su implementación y a una institucionalidad sólida y dispuesta a ejecutar cabalmente el proceso. El segundo opera en un plano más profundo, en el sustrato de una realidad social y política en la que culturalmente no cuaja bien esta idea y que se traduce en una serie de circunstancias adversas que primaron siempre, antes y ahora, y que tiene relación a la forma en la que vemos y gestionamos la política y la burocracia, basado en patrones de paternalismo y prebenda, contexto en el que los actores centrales carecen de incentivos para actuar de otra forma que no sea esa, pues la clase política se vería, por una parte, amputada de una de sus fuentes principales de recursos de campaña y sostén fáctico de sus gestión (huestes de adherentes, grupos de choque y funcionarios pinta paredes que no ejercen solo por pura convicción) y, por otra, ejércitos de profesionales mediocres –que paradójicamente son los que ocupan gran parte de los cargos públicos más altos– y que al ver en riesgo sus posibilidades y status, oponen resistencia, constituyéndose en un formidable muro de contención para el emprendimiento.
Así puestas las cosas, se corre el riesgo de que el poder burocrático sea capturado por los “peores” (si es que esto no está ocurriendo ya), sea por ausencia de un sistema de servicio civil bien estructurado o en razón a amañados procesos de “institucionalización”, quienes por distintos medios y mecanismos, no siempre los más éticos, se hacen de espacios estratégicos, con resultados muy ligados a la ineficiencia y, claro, a la corrupción, generando perniciosos grupos de poder bastante compactos, ramificados y estructurados al interior de los diferentes aparatos de gobierno, con la potencia suficiente para condicionar incluso a las autoridades electas. No en vano el autor precitado refiere con acierto que una idea inicialmente “(…) igualitaria, en ocasiones genera una élite más insensible y pagada de sí misma que la aristocracia [para quienes] Los estratos inferiores son objeto de desprecio porque se les considera menos inteligentes y/o más perezosos”, implicando además una atroz inversión de valores, pues estos sujetos justifican su éxito en destrezas pragmáticas, como la picardía, la sagacidad, la osadía y la ausencia de límites, reputándolos como habilidades “del pueblo”, bajo la pretensión de contraponer lo técnico y lo intelectual a lo popular.
Finalmente, el temor de que un sistema de carrera “prive” a las clases populares del acceso competitivo a la burocracia es, creo, fundado, pues está comprobado que el nivel de ingreso condiciona el acceso a los recursos de conocimiento, introduciendo un elemento distorsionador importante en cualquier sistema de estas características, pero creo también que esto debe enfrentarse de otra forma: i) dejando de ver a la política y al Estado como agencias de empleo; y, ii) mejorando los niveles educativos para sobre ello amplificar el aparato productivo nacional, ingresando a la sociedad del conocimiento, lo que generaría empleo de calidad centralmente en el sector privado, el que debería funcionar también bajo parámetros meritocráticos. Caso contrario, nos convertiremos en un país lleno de nóveles licenciados, mediocremente formados, desocupados y sumamente cabreados con un sistema de que incumple el pacto generacional de recambio, sobreviviendo con dificultades en el sector informal y creando focos de tensión social.
Harían bien los partidos y candidatos en lid para las elecciones generales de este año, en incluir este tema en sus ofertas electorales, puesto que en la última década el aparato estatal se ha ensanchado considerablemente y ha asumido un protagonismo clave en el desarrollo nacional, razón suficiente para que el ciudadano exija de él una administración de excelencia, acorde con los principios insertos en el art. 232 de nuestra Constitución. Aún es posible evitar que el Estado implosione en un elefantiásico torbellino de ineficiencia y corrupción.