Medio: El Día
Fecha de la publicación: martes 12 de febrero de 2019
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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En efecto, el virus revolucionario que yace en las masas bifurca su actuar, soslayando, por una parte, una construcción cultural a priori, convengamos favorable, y pretendiendo sustituirla con oceánicas vulgaridades. Por otra parte, expulsa de su ser la más desagradable aversión hacia la idea de nuevos pensadores y, con ellos, la construcción de novedosas propuestas y, en consecuencia, un progreso intelectual; pretendiendo, de esta manera, un retorno arcaico donde prime la más insoportable homogeneidad de incultura.
Arturo Pérez Reverte, escritor español, en Patente de corso, recopila un artículo suyo titulado “Si Cervantes fuera francés”, donde, por el nombre, para ventura o desventura del común de no ser los únicos, se puede evidenciar que el fenómeno de la indiferencia y el no reconocimiento de la importancia de los intelectuales no es un problema exclusivamente local, sino da la impresión de ser una pandemia de estupidez. La mayoría de los franceses, cuenta Reverte, son individuos que comparten el afecto por los libros, por las ideas dentro de esas páginas y, cómo no, el reconocimiento de sus autores y, en ellos, las ideas locales:
aprecian y promocionan este modesto vicio de la lectura. Así, los franceses y otros pocos comprenden el valor incalculable de las palabras en los autores reflejadas en sus libros y, más aún, el valor del silencio.
Porque eso que no se dice en los libros es, en las más de las ocasiones, lo que más expresa. Las ideas, manifiestas o no, luego se tornan en interrogantes, en cuestionantes, en amenas conversaciones o furibundas discusiones con sus autores, pero siempre desembocan en reflexiones. Los autores y sus libros son, pues, los que dan vida a los muertos: nosotros.
Con todo, surge la paradoja de una democracia como causante del hombre masa y, por otro lado, una Francia democrática que aprecia a sus autores y las lecturas. Me da la impresión de que la democracia, a pesar de su indiscreción, no es sino el equivalente a una herramienta, como un mazo, que puede utilizarse para el beneficio de una construcción o, caso contrario, el brutal aniquilamiento de alguien. El verdadero problema es esa muchedumbre donde habita el olvido y la irracionalidad, aquella masa que ha perdido toda individualidad y se regocija en la más patética sumisión.
El desdeñar la historia y, con ella, los libros que cuentan las reflexiones y enseñanzas pasadas que nos sirven, sin duda, junto con nuevas reflexiones, a la construcción de un devenir provechoso, no es sino un despropósito y la confirmación del desquiciamiento humano. Aclaro que el aprecio por la historia no es una exhortación revolucionaria de volver a tiempos arcaicos. La historia, dice Jorge Siles Salinas, avanza y da lugar a situaciones nuevas en virtud de una tradición que continuamente se está proyectando hacia adelante y trascendiendo a sí misma. Ante la imposibilidad del cambio de los más, puesto que la imbecilidad les resulta deseable, y ante la imposibilidad de optar por otro modelo de gobierno, puesto que la democracia resulta el mejor de los peores, no queda sino subrayar la condición perfectible de la democracia, que nos deja como consuelo la ilusión de un país alejado de las sandeces.