Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: viernes 01 de febrero de 2019
Categoría: Organizaciones Políticas
Subcategoría: Democracia interna y divergencias
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Del repertorio de la realpolitik “oscareidiana”, traigo uno de sus aforismos más encantadores: “lo peor de una derrota (política) no es el propio hecho de haber perdido, sino la cara de cojudo que uno pone”. Tal cosa le ha venido sucediendo al régimen, cada vez con mayor frecuencia. “El paciente murió pero la operación fue un éxito”, ha sido el recurrente mensaje que el grupo gobernante quiere transmitir.
No siempre, en estos ya 13 años de autoritarismo, fue así. Hubo un periodo en el que todo –la suerte incluida– parecía jugar a favor del régimen: altísimas cotizaciones de las materias primas, socios políticos en el poder en otros países, “enamoramiento” de intelectuales por el exótico caudillo, bendiciones papales, etcétera. Parecía auspiciado por los astros.
Me atrevo a decir que la primera vez que apareció esa “cara de cojudo” (guardo una foto sumamente expresiva), fue cuando tuvo que admitir su derrota en las elecciones municipales de 2010, cuando su candidata a alcaldesa de La Paz, cuya campaña gozó de todo el aparato gubernamental, perdió las mismas. Pasado el colerón, la excandidata fue premiada con una embajada en un país europeo –análogamente, otra candidata masista perdidosa que tuvo a su disposición grandes recursos del Estado, fue nombrada Cónsul en Nueva York, luego de ser vencida por Carmelo Lens en Beni–.
Con las dichosas elecciones judiciales pasó lo mismo, ya dos veces consecutivas. Los operadores del régimen que fueron colocados como candidatos obtuvieron misérrimas votaciones en tales comicios y, contra todo sentido de las proporciones, se posesionaron en los sillones para magistrados, desde donde ejercen como valedores del Jefazo, para desdicha de los bolivianos y bolivianas.
Monumentales derrotas, cuya explicación era que el mero-mero no postulaba a esos cargos. Pero, a la par de una corrupción descomunal y de un contexto externo adverso, sumados a una indisimulable ambición de quedarse en el poder por toda la eternidad, el ídolo de barro se iba desintegrando.