Medio: El Diario
Fecha de la publicación: viernes 11 de enero de 2019
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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Se va hundiendo fragorosamente en el pasado una de las etapas de la historia contemporánea que puede considerarse como de las más corruptas y polémicas. También se debe aceptar sus logros en lo referente a la democratización social. Y es sobre los escombros de esas ruinas que debemos ser capaces de alzar un edificio con una nueva concepción de Estado: la de la ciudadanía civilizada, despojada de posiciones ortodoxas que lo único que lograrían en este Siglo XXI, el siglo del conocimiento y el desarrollo sostenible, sería retrasar o truncar medidas pragmáticas para el progreso.
El fascismo, el otro extremo, no es la respuesta, no puede ser la respuesta. Si lo fue en algún momento de la historia universal, y no por su funcionalidad como doctrina en sí misma sino como encendedor de una guerra que pondría un nuevo orden necesario, hoy es un desacierto político. El fascismo es tan perverso como el izquierdismo radical, y mientras éste termina corrompiéndose económicamente más rápido al instalar en el pináculo del poder una rosca de oligopolios, aquél establece líneas de exclusión social tan siniestras como los peores procesos de exclusión e instalación de guetos.
Es como un cliché, principalmente de parte de clases medias y acomodadas, tener miedo a la izquierda radical. Tenedle el mismo miedo al fascismo, y no por la seguridad de vuestros bienes e inmuebles, sino por vuestra inserción y bienestar sociales y el de vuestros hijos.
Grandes dificultades deben enfrentar siempre los procesos de transición. La alternativa de la teoría y el dilema de la práctica son siempre difíciles. Aquí entran en juego los hombres de pensamiento y los de acción. Pero una cosa es cierta: los primeros, es decir, las personas de pensamiento, deben concentrarse en elucubrar ideas para una política nueva, una nueva teoría social. Porque han pasado a la historia los tiempos de las izquierdas y derechas ortodoxas. Cada ciclo histórico ha adquirido una fisonomía peculiar de acuerdo con las fuerzas que chocaban con él. Unas veces fue la lucha racial; otras, la de la religión; otras, la de la economía. Ahora la síntesis universal debe ser la política del centrismo y la inclusión, del pragmatismo y el cuidado del medioambiente.
Lo que el nuevo tiempo latinoamericano reclama a gritos es la reivindicación de uno de los postulados esenciales de la Revolución francesa: el concepto de ciudadanía. Porque el Siglo XXI será el siglo de la noción de comunidad. Hay algunas personas que, ora por mala intención, ora por desconocimiento o estrecho criterio, se empecinan en relacionar la idea de la ciudadanía política con la exclusión y la estratificación de una sociedad por demás ya desigual y abigarrada. O con el elitismo social, en otras palabras. Pero lo cierto es que el concepto de ciudadanía es un baluarte democrático como pocos, es revolucionario y reivindica derechos desconocidos, y la prueba de ello es que nació al pie de los muros de la Bastilla y del mismo seno de las clases excluidas: pequeñoburgueses, banqueros, artesanos, campesinos, vasallos. Nació como una reivindicación social que engrana en la teoría del republicanismo.