Medio: ANF
Fecha de la publicación: miércoles 09 de enero de 2019
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones nacionales
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La transición política que ya vive Bolivia irá mucho más allá de los resultados que se desprendan de los dos simulacros electorales ilegales previstos para este 2019.
Contenido
Iniciado con la violación gubernamental de la Constitución Política del Estado y tras el agotamiento de las expectativas generadas en sus inicios por el oficialismo, este lapso puede atravesar al menos los dos siguientes gobiernos, sin que esto quiera decir necesariamente que se deba hablar de una década.
Que haya comenzado el paso de la desgastada situación actual a otra aún indefinida significa, en términos prácticos, que está en curso el proceso por el cual habrá de dilucidarse si la forma democrática subsiste o no en el país y bajo qué condiciones.
Hasta ahora, los indicadores acumulados son negativos y no hay nada en el horizonte próximo que anuncie un cambio de dirección alentador.
Los comicios generales programados para octubre, si se realizan, tendrán como trasfondo cuatro imaginarios que se han instalado hasta ahora en el escenario colectivo nacional: la derrota directa de Evo Morales, una victoria mínima del gobernante con una reñida e incierta segunda vuelta, un nuevo desconocimiento oficial de los cómputos de votación o una cuarta presidencia forzada basada en el fraude.
En el primer caso, incluso si un gobierno alternativo a Morales tuviese holgura parlamentaria, la acción de los otros poderes ahora sometidos –incluyendo los fácticos (policía y fuerzas armadas)– y la del personal heredado en las dependencias estatales, así como la presión en calles y carreteras de las organizaciones sociales cooptadas junto a los efectos de las dificultades económicas que empezarán a manifestarse, contribuirían a crear un clima proclive a una alta inestabilidad que podría convertir ese reemplazo en el mando nacional en una experiencia pasajera.
En los otros tres casos, sobre todo la ilegitimidad de un cuarto mandato consecutivo obligaría a intensificar la polarización con elevado riesgo de que la faz represiva de ese gobierno espurio se radicalice, hecho que también podría dar lugar a la inestabilidad y a una eventual transitoriedad.
A propósito de estas posibilidades conviene tomar nota de los objetivos políticos que hace poco han hecho conocer los dos principales representantes del oficialismo.
Morales acaba de vaticinar que el próximo octubre obtendrá un 70% de los votos, tal vez confiando en el abierto alineamiento de su tribunal electoral. De todos modos, olvidó que para las elecciones de 2014 afirmó que iba a conseguir el 74%, aspiración que estuvo lejos de lo que efectivamente logró, aunque sí aseguró entonces su tercer mandato desde 2006.
A su vez, el sub-gobernante Álvaro García dijo en un reciente foro en Buenos Aires que lo que se viene es una “batalla cognitiva y comunicacional” y que se trata de “derrotar y fragmentar al adversario” en el plano del pensamiento. Quizá ello explique el desproporcionado incremento del presupuesto anual del Ministerio de Comunicación que en 2019 dispondrá de alrededor de 75 millones de dólares para sus campañas (compárese este monto con los 100 millones de dólares que ese ministerio, según estimaciones, gastó en propaganda en sus primeros 10 años).
En el ya mencionado encuentro bonaerense, García también presentó un escueto “diagnóstico” de la situación de los gobiernos “progresistas” de la región: en Argentina y Brasil halló “retrocesos”, en Ecuador y Venezuela “problemas” y en Bolivia y Nicaragua “solidez”. Estas apreciaciones, aunque superficiales, son sintomáticas de la perspectiva gubernamental: sugieren que en estos últimos dos países sólo prevé la continuidad, aunque para ello se recurra a la violencia criminal discrecional, como la ejercitada en las masacres secuenciales perpetradas por los “revolucionarios” Nicolás Maduro y Daniel Ortega.
Que haya comenzado el paso de la desgastada situación actual a otra aún indefinida significa, en términos prácticos, que está en curso el proceso por el cual habrá de dilucidarse si la forma democrática subsiste o no en el país y bajo qué condiciones.
Hasta ahora, los indicadores acumulados son negativos y no hay nada en el horizonte próximo que anuncie un cambio de dirección alentador.
Los comicios generales programados para octubre, si se realizan, tendrán como trasfondo cuatro imaginarios que se han instalado hasta ahora en el escenario colectivo nacional: la derrota directa de Evo Morales, una victoria mínima del gobernante con una reñida e incierta segunda vuelta, un nuevo desconocimiento oficial de los cómputos de votación o una cuarta presidencia forzada basada en el fraude.
En el primer caso, incluso si un gobierno alternativo a Morales tuviese holgura parlamentaria, la acción de los otros poderes ahora sometidos –incluyendo los fácticos (policía y fuerzas armadas)– y la del personal heredado en las dependencias estatales, así como la presión en calles y carreteras de las organizaciones sociales cooptadas junto a los efectos de las dificultades económicas que empezarán a manifestarse, contribuirían a crear un clima proclive a una alta inestabilidad que podría convertir ese reemplazo en el mando nacional en una experiencia pasajera.
En los otros tres casos, sobre todo la ilegitimidad de un cuarto mandato consecutivo obligaría a intensificar la polarización con elevado riesgo de que la faz represiva de ese gobierno espurio se radicalice, hecho que también podría dar lugar a la inestabilidad y a una eventual transitoriedad.
A propósito de estas posibilidades conviene tomar nota de los objetivos políticos que hace poco han hecho conocer los dos principales representantes del oficialismo.
Morales acaba de vaticinar que el próximo octubre obtendrá un 70% de los votos, tal vez confiando en el abierto alineamiento de su tribunal electoral. De todos modos, olvidó que para las elecciones de 2014 afirmó que iba a conseguir el 74%, aspiración que estuvo lejos de lo que efectivamente logró, aunque sí aseguró entonces su tercer mandato desde 2006.
A su vez, el sub-gobernante Álvaro García dijo en un reciente foro en Buenos Aires que lo que se viene es una “batalla cognitiva y comunicacional” y que se trata de “derrotar y fragmentar al adversario” en el plano del pensamiento. Quizá ello explique el desproporcionado incremento del presupuesto anual del Ministerio de Comunicación que en 2019 dispondrá de alrededor de 75 millones de dólares para sus campañas (compárese este monto con los 100 millones de dólares que ese ministerio, según estimaciones, gastó en propaganda en sus primeros 10 años).
En el ya mencionado encuentro bonaerense, García también presentó un escueto “diagnóstico” de la situación de los gobiernos “progresistas” de la región: en Argentina y Brasil halló “retrocesos”, en Ecuador y Venezuela “problemas” y en Bolivia y Nicaragua “solidez”. Estas apreciaciones, aunque superficiales, son sintomáticas de la perspectiva gubernamental: sugieren que en estos últimos dos países sólo prevé la continuidad, aunque para ello se recurra a la violencia criminal discrecional, como la ejercitada en las masacres secuenciales perpetradas por los “revolucionarios” Nicolás Maduro y Daniel Ortega.
Entonces, al margen de lo que suceda en las elecciones primarias que sólo servirán para cuantificar el “voto-ficción”, los acontecimientos de 2019 amenazan con encaminar la transición hacia una fase de descomposición a la que el país parece condenado por empeño del grupo oficialista.