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Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: domingo 06 de enero de 2019
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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La razón más obvia y descarada para su rápida aprobación, ha sido que esta norma es la nueva excusa y el más oportuno instrumento encontrado por el oficialismo para legitimar su candidatura anticonstitucional y antidemocrática. Pero al mismo tiempo, ese mismo instrumento le permitió anular, deshacerse y dejar fuera de juego al movimiento ciudadano movilizado que, como un actor protagónico emergente (vía plataformas, colectivos y grupos ciudadanos autoconvocados), se había convertido en una gran pesadilla para el Gobierno por su defensa del 21F y la democracia. Tanto así que paralizaron el país en varias ocasiones.
Ahora bien, al establecer a los partidos políticos (puesto que las agrupaciones ciudadanas y las organizaciones de las naciones y pueblos indígena originario campesinos solo tienen un alcance subnacional, de carácter exclusivamente departamental, regional o municipal), como las únicas entidades encargadas de mediar y establecer la relación entre el Estado y la sociedad (como si la política solo fuese a expresarse por ese único canal), no solamente desconoce y desdeña las múltiples y diversas formas organizativas y de expresión democrática que tiene la sociedad boliviana; sino que convierte a los partidos políticos en las únicas organizaciones de expresión y representación política nacional.
Es decir, en un instrumento de carácter sectario, discriminatorio y excluyente para toda la población boliviana (por lo demás mayoritaria) que NO es militante de un partido político y, por tanto, no forma parte de este aparato elitista de privilegiados que se constituye con la aprobación de la ley de marras.
La subclasificación y subalternización (Art. 5) que se efectúa en la ley 1096 respecto de las agrupaciones ciudadanas y las organizaciones de las naciones y pueblos indígena originario campesinos, impidiéndoles actuar y tener representatividad a nivel nacional, y a las que se incluye también las otras formas de democracia no representativa; al margen de constituir un acto de jerarquización y categorización inadmisibles que ponen por encima a los partidos políticos y a la democracia representativa, como si fuesen superiores o cualitativamente mejores; también constituye un flagrante asunto de supeditación colonial y empobrecimiento al ejercicio de la libertad, los derechos políticos y las diversas formas de expresión y decisión democrática ciudadana.
Todos sabemos que la democracia es el sistema político que más nos acerca al ideal de conseguir cada vez menos Estado y cada vez más sociedad. Es decir, un sistema donde se cumple la definición esencial de la democracia: gobierno del pueblo (demos = pueblo; kratos = gobierno). En otras palabras, allí donde la soberanía reside en el pueblo, en la ampliación de las libertades individuales y colectivas, y donde el poder esté cada vez más cerca de la sociedad.
Por tanto, cuando en la ley de organizaciones políticas se efectúa este ejercicio discrecional por el cual la democracia aparece clasificada y categorizada de acuerdo a unos criterios desconocidos que no se establecen en la norma, menos en la Constitución; entonces solo podemos concluir que lo que se ha hecho es exactamente todo lo contrario de lo que se espera para perfeccionar, profundizar y mejorar la democracia, el ejercicio político y las libertades. Se han formalizado reglas, disposiciones y directrices que en vez de facilitar el ejercicio democrático, lo constriñe; en vez de ampliar y abrir los medios de expresión democrática, se los limita; y en vez de favorecer y rescatar las diversas formas de decisión democrática, se los cosifica y uniformiza, para convertir a la democracia representativa (cuyo carácter es solo electivo y circunstancialmente utilizado), como la forma máxima de la democracia. Se trata de una normativa que no puede ser caracterizada sino como retrógrada y reaccionaria.
Y lo es porque si las agrupaciones ciudadanas y las organizaciones de naciones y pueblos indígena originario campesinos no pueden tener una representación nacional, y tampoco se reconocen otras formas organizativas (que no sean los partidos políticos), para ejercer sus derechos democráticos, e intervenir políticamente en la sociedad; entonces se está cercenando toda capacidad de actuar y recrear los mecanismos de participación social de la sociedad en su conjunto. Se rompen los principios de democracia intercultural y pluralismo político, para hacer prevalecer la democracia representativa y a los partidos políticos, como los únicos espacios de expresión, ejercicio y actuación democrático-política.
No es posible imaginarse un acto colonial más evidente, puesto que supedita todas las otras y diferentes expresiones democráticas y formas organizativas de carácter político, a la democracia representativa de carácter liberal, occidental y capitalista, donde solo los partidos políticos tienen la potestad y virtud (artificiosamente asignada) de representar al pueblo.
A pesar de la inclusión de principios detallados en el Art. 3, donde estos mismos solo son aplicables si concuerdan con la categorización de nacional o subnacional que se establece para el tipo de democracia y la forma de organización política que se encuentra en la norma; entonces no existe ningún resquicio para un tratamiento equitativo y respetuoso de la diversidad que entraña el carácter plurinacional del Estado nacional. Se impone una forma de Estado, un tipo de democracia y una forma organizativa que solo refleja el modo occidental predominante.
En términos más corrientes, se trata de una ley cuyo contenido responde a una lectura estrictamente academicista, sistémica y partidocrática, alejada de la realidad nacional, que desconoce e ignora los avances y las diferentes formas de expresión democrática y política que tiene el país. Donde la categorización establecida solo es producto de una intencionalidad política preestablecida en el afán, por una parte, de regular y uniformizar la diversidad y pluralidad de expresiones democráticas y organizativas del país; y por otra, de supeditarlas respecto de los partidos políticos y la democracia representativa occidental. Es sistémica, porque corresponde y se asimila a una visión de la modernidad donde el partidismo y la partidocracia son predominantes. Es decir, un modelo en el que la forma de hacer política reproduce el carácter jerárquico y vertical del sistema.
Tanto es así, que al predominar la partidocracia y el partido político como referentes principales de la actividad política, también prevalece la visión clasista que ignora prácticas, actores y formas de administración del poder de base territorial y cultural, donde las claves de interpretación y relacionamiento con el poder y el Estado son diferentes. Donde el ejercicio democrático adquiere un carácter social y comunitario, más allá de lo estrictamente individual y ciudadano que caracteriza el sistema occidental predominante.
No por nada hay un vacío evidenciado en el total desconocimiento de la realidad nacional y de las diferentes formas de hacer política, puesto que se ignoró la emergencia de nuevos actores sociales protagónicos en el escenario nacional. Es el caso de movimientos sociales, plataformas, colectivos y grupos sociales organizados que, ejerciendo derechos democráticos y políticos, desplazaron e hicieron caducos a los partidos políticos en vista de su inoperancia e incapacidad para canalizar, articular y mucho menos dirigir las movilizaciones, la resistencia y las múltiples formas de interpelación del poder.
Finalmente, dado que no se han tomado en cuenta especificidades esenciales y particulares del contexto político y democrático de Bolivia, cabe preguntarse ¿por qué una ley de organizaciones políticas de semejante centralidad partidocrática (y no solo partidista), si nadie quiere saber de ellos? ¿Por qué si se sabe perfectamente que no resuelven los problemas entre la sociedad y el Estado y tampoco son los protagonistas centrales de la política en el país, en vista de que este rol ha sido arrebatado por movimientos sociales, plataformas y otras formas de expresión política? ¿Por qué finalmente, si han perdido la capacidad para canalizar, articular y mucho menos dirigir la interacción y relacionamiento de la sociedad con el poder y el Estado, de acuerdo a las funciones convencionalmente atribuidas?
Dependiendo de las respuestas a estas preguntas, seguramente se encontrarán nuevos y mayores argumentos de comprensión de la ley de organizaciones políticas, así como nuevos elementos de análisis sobre sus efectos y consecuencias para la democracia y la actividad política en el país. En todo caso, éstas nunca podrán consignarse como un aporte a la profundización de la democracia, y mucho menos a la transformación y cambio que dice encarar el actual gobierno frente al sistema imperante. Si la política es el medio fundamental de relacionamiento entre el Estado y la sociedad, y por la cual se define el tipo de democracia a construir; entonces la ley de organizaciones políticas debería al menos haberse planteado superar el carácter colonial y retrógrado que se ha podido establecer. Y es que si la ley ni siquiera cuestiona las relaciones de poder existentes, mucho menos puede esperarse que plantee su transformación.