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Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: sábado 29 de diciembre de 2018
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones nacionales
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Ese vocablo se ha puesto de moda a raíz de la publicación de las listas de militantes de organizaciones políticas, a tal punto que militante se ha vuelto sinónimo de “perteneciente a una tienda política”.
Al igual que el soldado, el militante lo es por vocación (militante de carrera) o por obligación (una especie de servicio militante obligatorio). Es el caso de miles de empleados públicos obligados, so pena de perder su trabajo, a enrollarse en una guerra que no es suya. A algunos de ellos incluso se les exigió reclutar a familiares, amigos y conocidos, de modo que, aparentemente, no les quedó más remedio que inscribir a los incautos que alguna vez dejaron sus datos personales en una oficina pública. En justicia, también otros partidos hicieron lo propio con el fin de engrosar sus listas, como quien toma hormonas para desarrollar su pobre musculatura.
Como consecuencia de las inscripciones arbitrarias, una vez conocidas las listas saltó el escándalo de los falsos militantes los cuales se manifestaron indignados en las redes sociales, la prensa y las tertulias diarias. Entre ellos, yo también tuve la sensación de haber sido “violado” al enterarme de haber sido inscrito en las listas del MAS el día que paseaba dichoso por Shanghái.
Sin embargo, pasada la indignación, traté de separar esa bronca de la dignidad del verdadero militante. En particular, me irritó la actitud de algunos colegas columnistas que, a causa del fraude de las inscripciones, descargaron su tinta contra los militantes, haciéndose eco de la clásica (y falsa) dicotomía entre hacer Política (con la P mayúscula) y hacer política partidaria. Uno de ellos llegó a exigir textualmente: “que los cargos fundamentales de nuestra institucionalidad no toleren a bordo personal de ningún partido o sigla. Los sin partido somos mayoría, nos lo merecemos”.
Opiniones y criterios como ése refuerzan en los lectores la percepción de que militar en una agrupación política sería lo mismo que pertenecer a una banda criminal, un clan mafioso o una asociación para delinquir. La nueva bienaventuranza rezaría: “Felices los apartidistas, porque a ellos pertenecen los cargos públicos”. En suma, los militantes serían los leprosos de la política, que hay que separar del cuerpo sano de la sociedad.
Nada más equivocado. Si bien es cierto que existen militantes que –para seguir con la similitud castrense– sólo buscan saquear y enriquecerse, los hay también honestos, los que creen en los ideales de su partido y están dispuestos a luchar por aquellos hasta con su vida o, por lo menos, a sacrificar mucho de lo personal y familiar para el logro de una sociedad más justa y próspera. ¿O no es verdad que la mayoría de los mártires de la democracia, que arriesgaron y entregaron su vida y a los cuales admiramos y celebramos, fueron militantes de alguna tienda o ideología política? ¿Se puede decir lo mismo de los “sin partido” siempre dispuestos a ocupar cargos “técnicos” en gobiernos de diferentes ideologías?
No niego que hay que quitarle a la militancia toda carga de beligerancia y odio hacia sus ocasionales adversarios. Todos los bandos deberían defender pacíficamente sus propuestas, denunciar los actos de corrupción y reconocer las buenas obras ajenas (“coincidencia de programas”, dirán en ese caso).
Pero, si me preguntan, prefiero la responsabilidad de quien se arriesga y toma partido por el bien común a los que eligen refugiarse en su zona de confort a la espera de ser invitados a ocupar espacios vetados a los militantes.