Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: viernes 28 de diciembre de 2018
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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La democracia, entonces, es como el aire aromado. ¿Serán diez sus más básicos matices como diez parecen ser los olores elementales? ¿Es nuestro aroma democrático más cercano al olor podrido o al rancio o al quemado; o en el otro extremo nuestro aroma será floral o frutal; o esos otros aromas más complejos describirán mejor cómo nos olemos los ciudadanos y cómo olemos al Estado: el leñoso, el resinoso, el de especias? Por eso, la metáfora de los olores y su enorme complejidad es más próxima a las sensaciones de la convivencia política contemporánea. Nos permite explicar los límites de la representación y las posibilidades de la participación, hace posible entender que los mecanismos de control del poder son importantes pero más importante es la expansión de derechos y libertades, y sobre todo, nos muestra que la democracia es la existencia pública que excede las fronteras del Estado y, por tanto, que la política es vida diaria.
El siglo XXI ha hecho posible que apreciemos el valor de la democracia por encima de las ideologías. La caída del muro de Berlín y las primaveras árabes -a pesar de sus fracasos- así lo prueban. Cierto modelo que mide la democracia nos clasifica como régimen híbrido, apenas encima del autoritario. Otro de los modelos contemporáneos, más complejo, nos dice que somos apenas democráticos. Parece que el régimen boliviano que todavía padecemos camina orondo por el autoritarismo, más cercano a los fundamentalismos que a la duda, a la pregunta, a la participación ciudadana. Creo, sin embargo, que nuestra convivencia todavía no es medida. Creo que lo que nos salva del vampiro estatal de hoy es cierta tradición convertida en identidad: cuna de libertad, tumba de tiranos. Puesto de otra manera: la democracia boliviana radica hoy en la ciudadanía, no en el Estado.
Hay muchas virtudes en la protesta ciudadana. Pero debe reconocerse que la rebeldía se disuelve si no encuentra un cauce para intervenir en las decisiones. Corremos el peligro de que la raíz ciudadana de nuestra democracia se degrade al narcisismo creyendo que estamos inventando el agua tibia. Que caiga en el delirio de creer que todo lo que surge de una asamblea popular o un cabildo es capaz de convertir la indignación en reinvención del país. Esa falta de modestia y, en el otro extremo, esa falta de lucidez son una coartada para que los poderes de la fuerza y la moneda y los tráficos -la suciedad de todos los tráficos- asalten la democracia. Ellos son el enemigo, la política no. Por eso nuestra larga tradición libertaria ha creado una opción política combinándola con nuestra potencia ética. Hemos vuelto a confiar en nosotros mismos, en nuestra comunidad de valores, de certezas, de horizontes. En nuestra comunidad ciudadana.
La generación que luchó contra las dictaduras militares tuvo la fuerza suficiente para construir la democracia del agua tibia. Esa que cruzaba “ríos de sangre”. Esa que nos condujo, irremediablemente, a la agenda de los fundamentalismos porque la tumba de tiranos no fue capaz de concebir la cuna de libertades y por eso los tiranos han renacido. Hoy hemos aprendido la lección. Por esto, las últimas palabras de Marcelo Quiroga Santa Cruz iluminan el camino: “Mucho más temible que ese enemigo que está buscando la manera de anularnos aún físicamente es una conciencia culpable. Y no podríamos soportarnos a nosotros mismos si no cumpliéramos nuestro deber”. El deber, ahora, de construir un partido de ciudadanos, un gobierno de ciudadanos y un país de ciudadanos.