Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: domingo 16 de diciembre de 2018
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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En un orden básicamente colectivista, como era el colonial y sigue siendo parcialmente el actual, los valores positivos de orientación estaban y están centrados en torno a la dignidad nacional, la justicia social, la identidad grupal, la autonomía con respecto a otros centros de poder, el respeto a las jerarquías tradicionales y la preservación de las convenciones y rutinas prevalecientes.
Habitualmente estos valores son intuidos con mucha emoción porque tocan las fibras íntimas de la nación respectiva. Su carácter gelatinoso y colectivista dificulta un tratamiento razonable de los mismos. El resultado ha sido y es un modelo civilizatorio que presta poca atención a libertades públicas y derechos humanos, que son fenómenos que atañen a individuos concretos en situaciones específicas, en comparación con los valores antes mencionados (dignidad, tradición, identidad), que casi siempre han tenido una función retórica y patriotera de considerable fuerza política.
Durante el siglo XIX las doctrinas más apreciadas en esta región han sido fundamentalmente antimodernistas, antiliberales y teluristas. Ya entonces el lenguaje radical se combinaba muy bien con una posición conservadora, que ha exhibido, por ejemplo, un carácter paternalista en el tratamiento de los indígenas. La atmósfera cultural que envolvió a los teluristas y ahora a los socialistas y a los indianistas ha sido algo similar a una poderosa marea antiliberal. El antiliberalismo ha sido la fuerza aglutinadora de la política y de la cultura en la región andina desde la segunda mitad del siglo XX.
El antiliberalismo fue el caldo de cultivo tanto de concepciones filosóficas como de programas políticos y de modas literarias. Fue el denominador común de doctrinas conservadoras y nacionalistas, pero también de tendencias revolucionarias y marxistas.
Todavía hoy liberal suena a un exceso de libertad, a un intento de no acatar las normas generales del orden social y al propósito de diferenciarse innecesariamente de los demás. El ejercicio efectivo de las libertades políticas y de los derechos humanos nunca ha sido algo bien visto por la colectividad andina de intelectuales. Francisco Colomha postuló la tesis de que los diferentes modelos sociales en América Latina han preservado un poderoso cimiento que puede ser caracterizado como católico, antirracionalista, antiliberal y proclive a la integración de todos en el conjunto preexistente. Por ello las sociedades latinoamericanas siempre se organizan y reorganizan según principios orgánico-jerárquicos y antiindividualistas. La libertad individual sólo es tolerada como sometimiento bajo un Estado fuerte que determina autocráticamente que es lo bueno y lo justo. Este es el contenido de las grandes doctrinas católicas en torno al ordenamiento sociopolítico.
El historiador Richard M. Morse tenía una opinión distanciada frente al liberalismo racionalista, pero sostenía que la cultura política latinoamericana tolera la libertad individual sólo como sometimiento bajo un Estado fuerte que posee el monopolio de la justicia. Ello sucede porque la cultura política del Nuevo Mundo sigue siendo básicamente católica, aún entre sus detractores ateos.
Todos los pueblos han mantenido rutinas y convenciones durante largo tiempo sin ponerlas en cuestionamiento y sin someterlas a una crítica racional. Ahí reside su fuerza: tienen vigencia a partir de ellas mismas. Son normas de orientación obvias, sobreentendidas, respetadas por una buena parte de la población, consideradas como algo natural, entrañable e inconfundible.
Llegan a ser apreciadas como rasgos distintivos de lo auténticamente propio, es decir en cuanto signos de la identidad colectiva. A largo plazo, sin embargo, la preservación de rutinas y convenciones devenidas obsoletas y hasta irracionales constituye un obstáculo notable para todo proceso razonable de evolución y contribuye a alargar la vida de hábitos sociales inhumanos y engorrosos.
El poco afecto que, en general y con muchas excepciones, sienten los latinoamericanos por los principios democráticos, los valores liberales y las formas institucionalizadas, puede ser explicado brevemente mediante una vivencia que me ocurrió en abril de 1962. Viajaba de Bolivia a Alemania para iniciar mis estudios universitarios. Durante una estadía en Buenos Aires tuve contacto con jóvenes de la alta sociedad, que parecían tener preocupaciones intelectuales. Era un grupo compacto de ocho personas.
Todos los integrantes llevaban apellidos muy ilustres, que correspondían a familias presidenciales y a héroes de la independencia. Por todas partes había calles y plazas con los apellidos de los muchachos. Todos eran miembros del Movimiento Tacuara.
Decían profesar una ideología fuertemente nacionalista, antidemocrática y antiliberal. No se identificaban con sus propios antepasados que habían construido la Argentina moderna, liberal y cosmopolita. Despreciaban la cultura europea y sobre todo la francesa. Celebraban en el plano social las manifestaciones de lo fuerte, varonil, joven, nuevo y original. Hacían alarde, por otra parte, de una sospechosa “comprensión” con respecto de la derecha peronista, el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán.
Simultáneamente, se identificaban con la joven Revolución Cubana, la industrialización stalinista y el régimen de Nasser en Egipto. Se decían antiimperialistas y enemigos del capital británico y norteamericano. Aborrecían a Mitre y Sarmiento y veneraban a los oscuros caudillos provinciales del interior que representaban la tradición autoritaria y populista del siglo XIX.
En el fondo les gustaba la acción por la acción; sentían una verdadera fascinación por cualquier forma de violencia, que calificaban de sagrada.
Hablaban sin cesar de cuestiones conspirativas, como asaltos a bancos e instituciones del Estado, aunque la impresión que tuve era que no pasaban del nivel verbal.
De todas maneras: les gustaba maltratar a niños y ancianos de aspecto humilde, tenían opiniones francamente machistas sobre las mujeres y aprovechaban cualquier ocasión para hacer exhibiciones de virilidad e impetuosidad. Robaban periódicos y objetos pequeños, golpeaban a los perros y rompían vidrieras de tiendas judías.
El Movimiento Tacuara, que se proclamaba como nacionalista y revolucionario, trató luego de desencadenar sin éxito una guerrilla urbana. De él se desprendieron posteriormente los Montoneros peronistas y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) de orientación trotskista ultrarradical. Mis amigos tenían un notable caos mental: en un momento daban la impresión de ser revolucionarios de la extrema izquierda y al siguiente de ser partidarios de la extrema derecha.
Después me di cuenta de que ambas posiciones son posibles y hasta usuales en un solo cerebro atolondrado y que esto está muy expandido en todo el Tercer Mundo, sobre todo allí donde florece una tradición autoritaria. En años posteriores me habitué a izquierdistas que afirmaban que Hitler había sido el brillante constructor de una Alemania próspera y a derechistas que sostenían que Stalin había conseguido una exitosa industrialización masiva y el rango de gran potencia para la Unión Soviética.
Lo que los muchachos de Buenos Aires (y no sólo ellos) odiaban, eran los procesos institucionalizados, los organismos de la democracia moderna, el espíritu crítico y científico y la modernidad en general. Estaban fascinados por la acción directa y por las armas.
Un día uno de los muchachos trajo un estuche de lujo con unas pistolas antiguas, y los varones del grupo se dedicaron durante una hora a lustrar, acariciar, admirar y besar las armas. Creo que ningún cuerpo femenino podía concitar tanto cariño.
Estuve con ellos durante tres semanas a causa de las chicas, las cuales eran bellas, desenvueltas, elegantes y terriblemente sensuales, tan diferentes a las mujeres bolivianas que yo conocía. Todas hablaban francés, leían novelas y libros de autores extranjeros, tenían un encomiable nivel cultural y sabían provocar de forma sutil el interés de los varones.
Pero ante los muchachos del Movimiento Tacuara mostraban un comportamiento sumiso y obediente; ahí se acababan rápidamente los frutos de las muchas lecturas y de su cultura pretendidamente superior. Era algo paradójico que tardé mucho en comprender. En aquella oportunidad sentí sólo rabia, impotencia y decepción ante aquellas mujeres jóvenes, hermosas e inteligentes, enamoradas perdidamente de unos palurdos ignorantes, desaseados y confusos. Estos breves encuentros debilitaron mi confianza en el género femenino.
Esta mentalidad es la que está fuertemente arraigada en América Latina. Numerosos grupos sociales, incluyendo los sectores juveniles, se muestran todavía proclives al consenso compulsivo, al verticalismo en las relaciones cotidianas y a una colectividad de estructuras rígidas y piramidales.
Aunque esta tendencia está disminuyendo gracias a la educación moderna, aún es muy vigorosa la negativa a reconocer la dignidad superior del individuo y el valor primordial de la libertad humana, lo que lleva al desprecio de los modelos democráticos y al ensalzamiento concomitante de sistemas autoritarios.