Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: jueves 20 de diciembre de 2018
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Repostulación presidencial / 21F
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Enrique Velazco Reckling es otro ciudadano cansado de la politiquería y los politiqueros
Para los voceros del gobierno, la convocatoria del Conade es una llamada a delinquir, a la insurrección y a la violencia que nos llevará a la anomia y al caos. Según ellos, la sociedad debe confiar plenamente en que todas las decisiones y las acciones de las autoridades se ajustan a las normas constitucionales.
En sociedades maduras democráticamente hay esa confianza porque su institucionalidad permite a los ciudadanos acceder a mecanismos adecuados para cuestionar decisiones que consideren violatorias de normas o derechos ciudadanos y, de ser el caso, corregirlas. Pero, en Estados débiles usan la presunción de constitucionalidad para establecer fuertes relaciones de “mando y obediencia” entre los gobernantes y los gobernados: mandan los que gobiernan, y los que obedecen son los gobernados, contrariando el principio que la soberanía reside en el pueblo.
Pero la presunción de constitucionalidad no es el cheque en blanco que desean nuestros políticos: tiene límites y no ampara arbitrariedades de funcionarios de cualquier nivel. Un criterio general que marca el límite de la presunción de constitucionalidad es que “el legislador otorgue diferentes consecuencias jurídicas a situaciones que son esencialmente equiparables”: si la ley se aplica arbitrariamente, en beneficio de unos o en perjuicio de otros según el caso, adquiere relevancia el derecho a la desobediencia civil.
Y la desobediencia civil no implica caos y violencia: “es una opción democrática de la ciudadanía frente a la crisis de legitimidad de los sistemas políticos y a la obstrucción de los canales legales de participación”; consiste en incumplir normas concretas, sin poner en cuestión la obediencia al total del ordenamiento jurídico. Se define como una “acción de protesta, individual o colectiva, consciente, moralmente fundamentada, pacífica y pública que, violando normas jurídicas concretas, busca producir un cambio en las leyes, en las políticas o en las directrices de un gobierno”.
El Estado boliviano no se ha destacado especialmente por su compromiso de respeto a las normas. Pero tampoco habíamos llegado a la situación de extrema indefensión en la que hoy se encuentra la ciudadanía. La lista de arbitrariedades es casi interminable gracias a la obsecuencia de la Asamblea Legislativa, del Órgano Judicial y, ahora, del Electoral. Cada arbitrariedad supera a la anterior; en los últimos días, el Vicepresidente detalla sin rubor “la estrategia envolvente” que supuso aprobar la LOP para legitimar la ilegal postulación de su binomio, anular las plataformas ciudadanas, presionar y perjudicar a los partidos políticos y al principal candidato opositor; y con esta amañada ley, el TSE rechaza las impugnaciones al binomio oficial planteando la superioridad del reglamento de la LOP sobre el Art. 168 de la CPE.
Al reconocer que usan el Estado para legislar en su beneficio directo, el Vicepresidente confirma que han subvertido la institucionalidad democrática, han roto el pacto social que compromete al ciudadano con sus gobernantes y han anulado las bases de la presunción de constitucionalidad; con ello, justifican a la desobediencia civil como una opción.
El acomodo pasivo a la arbitrariedad no es una alternativa para la mayoría que entiende que esto heriría de muerte a la democracia; si luego de las insulsas primarias la mayoría se ve obligada a la desobediencia civil, el Gobierno no solo enfrentará una larga y frustrante campaña que terminará tarde o temprano en su derrota electoral, democrática y moral, sino que tendrá además la responsabilidad histórica de haber llevado caprichosamente a Bolivia por un camino de desinstitucionalización que tendrá nefastas consecuencias para su desarrollo a corto, mediano y largo plazo.