Medio: La Razón
Fecha de la publicación: miércoles 13 de diciembre de 2017
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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Por tanto, es entendible que se haya desatado un festival de opiniones y certezas parcializadas sobre el resultado de las elecciones judiciales. Todos aseguran saber su significado. Por un lado, se adicionan las boletas nulas y blancas, construyendo dos tercios de enfadados con todo lo que representa Evo Morales. Otros atribuyen la anulación de boletas solo a la falta de información y a la confusión, subestimando el rechazo al Gobierno.
A continuación intento proponer algunas hipótesis pensando estos resultados en relación a la historia electoral reciente y otras informaciones complementarias. Una primera constatación es que en relación a la elección de 2011, el nivel de ausentismo se ha reducido de 20% a 16%, mientras que la proporción de votos blancos se mantiene bastante similar, 15% en 2011 y 14% el domingo pasado. El mayor cambio se produce en los nulos y válidos, los primeros pasan grosso modo de 42% a 51%, y los segundos se reducen de 42% a 35%.
Esta votación tiene un perfil socio-territorial bastante marcado: El voto nulo es muy mayoritario, incluso más que en 2011, en zonas urbanas de clases medias y en algunas populares, esto último particularmente en ciudades del Oriente y del Sur, en esos lugares los válidos están en torno al 20% y los blancos en menos del 10%. Al contrario, a medida que la zona se vuelve más pobre y rural, el porcentaje de válidos aumenta logrando mayorías modestas, el nulo se estanca en 25-30% y los blancos superan el 20%.
En 2011, la intensidad del voto nulo tuvo bastante correlación geográfica con la mayor o menor presencia de electores opositores en las presidenciales de 2009 y 2014. Hay, de igual manera, indicios de que gran parte del electorado que marcó blanco y válido en 2011 apoyó a Evo Morales en 2014. En esa misma lógica de análisis, hoy es llamativo que el comportamiento del “nulo”, en porcentaje global en torno al 51% y distribución territorial, tenga mucha correspondencia con el No del 21F.
Por tanto, no parece plausible que el voto nulo se deba principalmente a los errores de los electores, el grueso de esa opción parece tener mucha relación con el descontento que se ha ido articulando en torno a la propuesta reeleccionista. Por su parte, los sufragios blancos parecen reflejar sobre todo la falta de información y de interés en estos comicios, su nivel parecido en los dos procesos de elección judicial y su composición sociológica (regiones pobres y rurales) abonan a esa conclusión. Luego, darle a esa opción un sentido político similar al “nulo” es problemático.
Quizás lo más relevante tiene que ver con la ratificación del cambio crucial que ha experimentado la correlación de fuerzas electorales que caracterizó a la vida política boliviana en este decenio. Me explico: más allá de las coyunturas específicas, en esos años, el punto de partida de todas las elecciones presidenciales era una relación 60-40 favorable al oficialismo, es decir que por afinidades ideológicas o sentimentales el evismo tenía siempre un potencial de votación en torno al 60%. Obviamente, su consecución exacta o su ampliación tenían que ver con la dinámica de la campaña y la naturaleza de cada momento, pero todo sucedía sobre esa base.
Desde hace dos años, esa relación se sitúa en un 50-50; el resultado del 21F, las percepciones y posicionamientos recogidos en encuestas de cobertura auténticamente nacional y ahora las estadísticas de la elección judicial, convergen en esa imagen. Este no es un dato menor pues augura futuros comicios muy competitivos, en los que la disputa de pequeñas fracciones de electores será determinante y en el que una mayoría de 55% podría ser un gran logro. La pregunta es si nuestra cultura política y las instituciones están preparadas, una de las pocas confianzas en este ámbito, es que el Órgano Electoral parecería estar a la altura del desafío, ojalá siga así.
Los retos para las fuerzas políticas son igualmente grandes. El 50-50 existe pero hay que ser prudentes, no se trata de bloques homogéneos. El 50% opositor sigue siendo una convergencia de malestares varios, de diversa naturaleza y raíz ideológica, cohesionados en función de razones negativas, pero que en otro tipo de elección, en la que no solo se rechaza sino también se elige un futuro y un liderazgo, podrían tensionarse. El 50% potencialmente oficialista precisa, obviamente, ser consolidado pero, quizás, su mayor desafío consiste en su capacidad de ir más allá, lo cual pasa por entender y responder al malestar que se ha ido incubando en torno a la cuestión de la renovación y la innovación en el poder.
- Armando Ortuño es investigador social