Medio: El Día
Fecha de la publicación: sábado 24 de noviembre de 2018
Categoría: Organizaciones Políticas
Subcategoría: Democracia interna y divergencias
Dirección Web: Visitar Sitio Web
Lead
Contenido
Uno de los destacados pensadores franceses, Jean Baudrillard, reflexiona acerca de las estrategias de la apariencia, pasando por las estrategias de la seducción, y la consecuente sustitución de la realidad por la hiper-realidad; es decir, por la virtualidad. Parece ser que nuestra coyuntura bebe en demasía del caudal del despropósito y el manejo inconsecuente de la cosa pública ya que es de no creer que acudamos a un encuentro democrático como el que se dará el 2019 con tanta incertidumbre respecto al padrón electoral y la administración del mismo por parte de uno de los órganos estatales. No pasa siquiera por el disimulo o la estrategia retórica que busque camuflar falencias o ausencias de habilidades y cualidades imprescindibles para hacerse cargo del Estado y su administración. En nuestro país hoy igual que ayer, se cumple la máxima Arguediana que decía: todo es enorme en Bolivia excepto el hombre.
Según Baudrillard la experiencia de dilución y evaporación que trajo la modernidad se habría radicalizado y extendido convirtiendo a la sociedad en un sistema de simulaciones. La idea, el concepto, la configuración de simulación se convierte en una de las claves para comprender la experiencia extrema de la modernidad radicalizada, junto al concepto de ilusión y de realidad, convertida en virtualidad, en hiper-realidad. Nuestra democracia y el recambio de poder se halla inserta en esa naturaleza ficticia, pues ¿qué otro adjetivo pondría el lector al hecho de encontrarnos signados en una tienda política u otra sin que haya mediado nuestra voluntad en el hecho?; existe entonces una simulación electoral, tanto en la administración del proceso en sí, como en la esencia del sistema electoral, ya que no lo conocemos y mucho menos lo comprendemos.
La seriedad con la que debería configurarse el escenario político deja mucho que desear y exacerba la desconfianza en un sistema político que hace aguas por donde se lo mire, no solamente por el actual instrumento político en función de gobierno, sino porque no hemos podido asumir el reto de construir una democracia propia, de características nacidas de nuestra fragmentaria realidad; lo que se conoce por ejemplo como democracia consociacional, una especie particular de democracia que corresponde a sociedades segmentadas y profundamente divididas en torno a una o varias líneas de fractura denominados clivajes (cleavages). Al respecto, el politólogo holandés Arend Lijphart sentenciaba acerca de las sociedades segmentadas y muy divididas, como la Bolivia Plurinacional, dictaminando que sólo pueden optar entre ser democracias consociativas o no ser democracias en absoluto.
Consolidar pactos y esgrimir puntos de encuentro en pro de un proyecto común, sin embargo, requiere una identidad cultural consolidada y tradicional, surgida de la consciencia de sus ciudadanos los cuales deben obrar ajenos a cualquier interés sectario. Del mismo modo, debe asumirse un compromiso de parte de los detentadores del poder para asumir el reto de construir una sólida democracia y no una que instrumentalice el proceso electoral como una válvula de escape para desinflar la presión social.
El discurso de nuestro gobierno cayó en el hálito del fanatismo, mal que acecha y desnuda nuestro magro Estado, repleto de justificaciones ya adláteres que entusiasmados se describirían en la pluma de Sir Winston Churchill: un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema. Es tan reiterativo y exasperante que muchas veces por tedio podemos caer en la tentación de creer que es verdad y todo marcha sobre ruedas. Nuestro sistema político, en particular en cuanto a mecanismo de representación se refiere, hace aguas, y no existe la valentía de aceptarlo, pues sociedad misma, las universidades y el mismo órgano electoral se ciñe a reproducir un discurso legalista, las más de las veces impuesto por una directriz de partido y no bajo la autonomía de poderes.
Lo cierto es que en cuanto a la temática electoral mucho nos hace falta, y no hemos sabido estar a la altura de establecerlo nuevamente como un Órgano del Estado, uno de los poderes constituidos que deberían funcionar como relojito suizo, más aún por la delicada tarea que está encomendada a su institucionalidad. El problema de nuestra época consiste en que los hombres no quieren ser útiles sino importantes, y a nombre de esa importancia hacen de todo por sobresalir, por ser electos, por aparentar un modo de vida democrática, debilitando más aun la escasa institucionalidad boliviana. Existimos en una virtualidad arrogante que esconde falencias en palabras al lado de la ignorancia ciudadana que destituye la idea de construcción social de un sistema de gobierno acorde a nuestra realidad, y arraiga más bien la visión justificativa del Estado.