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Medio: La Razón
Fecha de la publicación: domingo 25 de noviembre de 2018
Categoría: Organizaciones Políticas
Subcategoría: Democracia interna y divergencias
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Siendo las únicas instituciones facultadas para representar a los ciudadanos, en un sistema democrático, esa contradictoria situación preocupó seriamente a los grupos de interés y con capacidad de presión sobre los partidos políticos, al punto de que el problema fue percibido como un peligro para la democracia. Por ello, los diferentes actores interesados, entre los cuales se encontraban los organismos internacionales, se dieron a la tarea de idear formas de reivindicar a los partidos, mejorando las condiciones de representatividad. Para ello sugirieron reformar las leyes de los partidos políticos y los sistemas electorales, con el fin de acercarlos a la gente. En esa tarea asesoraron afamados estudiosos extranjeros entendidos en los fríos modelos teóricos, quienes sugirieron modificaciones no siempre adecuadas a las realidades de nuestra región pero funcionales a los intereses de las élites políticas, conscientes de que tanto el sistema electoral como el de partidos son fácilmente manipulables.
Además, el discurso con el cual se buscó redimir a los partidos fue la fácil pero compleja idea de democratización, siempre interpretable con matices adjetivales. En el caso de nuestro país, ese fue precisamente el espíritu de la Ley de Partidos Políticos de 1999, que sin embargo resultó obsoleta; y también de la Ley de Agrupaciones Ciudadanas y Pueblos Indígenas, de 2004, la que, de acuerdo con las condiciones que la hicieron posible, fue quizá la norma más adecuada a nuestra enmarañada realidad. No obstante, el 4 de septiembre de este año fue promulgada la Ley 1096 de Organizaciones Políticas, que incorporó algunos términos de las normas precedentes.
Aunque resulta imposible reseñar las virtudes de dicha norma en este espacio, la opinión pública y publicada acotó su sentido, en primer lugar, a la idea de la democratización de los partidos. En contrasentido, en ninguno de sus apartados esta ley sostiene tal posibilidad, y mucho menos la norma. Y ello no solamente porque democratizar partidos supondría rebatir la incuestionable “ley de la oligarquía” que rige en las organizaciones político-partidarias (basta ver la forma en la que las alianzas registradas ante el Tribunal Electoral eligieron a sus candidatos), sino también porque lo que se democratizan son procedimientos, no organizaciones, las cuales son de propiedad grupal y/o individual.
En segundo lugar, la Ley 1096 también fue acotada a la idea de las primarias internas, que más que mecanismo inédito es una adaptación a nuestra realidad del sistema de partidos norteamericano. El contrasentido de esta “innovación” radica en el hecho de que el discurso legitimador de la norma establece la necesidad de “constituir un sistema de representación acorde con el proceso de transformación democrática institucional que caracteriza el momento histórico en el que vivimos”. Su puesta en práctica advertirá su utilidad; pero por lo pronto ha generado una forzada adscripción de militantes; y por otro lado, obligó al reciclaje y la afirmación de caudillos, los cuales no son expresión de democratización.
Por esos resultados, no se advierte una ley capaz de revertir la histórica crisis de legitimidad de los partidos, ni de su concepción como un mal necesario. Empero, habrá que esperar, a pesar del gris papel en el que la norma fue escrita.
* Doctor en Sociología, docente de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) de México.