Medio: Correo del Sur
Fecha de la publicación: miércoles 07 de noviembre de 2018
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones nacionales
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La corrupción ha avanzado tanto en las esferas del poder político que los diversos modos y maneras de encubrir a los responsables, que generalmente son quienes tienen los cargos más altos, se ha perfeccionado notablemente.
Existen dos formas de encubrimiento, la de los “palos blancos” y la conocida como “chivos expiatorios”. La primera es preventiva, pues se usa para cubrir los movimientos económicos de alguien, y la segunda es defensiva ya que sirve para desviar la atención hacia otro responsable cuando la corrupción, o el crimen, han sido detectados.
Se llama “palos blancos” a aquellas personas que prestan su nombre e identidad, firma, o bien su personería, ya sea física o jurídicamente, para realizar transacciones en lugar de otras. Así, un político que está en función de autoridad puede adjudicarse bienes del Estado, aunque eso le esté prohibido, pues su nombre no aparecerá en los documentos. La misma fórmula es válida para comprar bienes privados, como medios de comunicación social, sin que aparezca el nombre del verdadero comprador y para mantener cuentas bancarias, generalmente en paraísos fiscales. De esa manera, cualquier autoridad puede incluso exhibir sus cuentas bancarias, aparentando transparencia, pues sólo esas están a su nombre y no así las que guardan su verdadero patrimonio. El nombre que el Diccionario de la Lengua Española (DLE) le da a este tipo de personas es testaferro.
Por su lado, el denominativo de “chivos expiatorios” se utiliza para designar a aquellas personas a quienes se quiere hacer culpables de algo de lo que no son, sirviendo así de excusa a los fines del inculpador. En otras palabras, son las que cargan la culpa, voluntariamente o no, que debía recaer en alguien más, generalmente una figura de autoridad o poder. El apelativo viene del Antiguo Testamento, de la costumbre que tenían los israelitas de sacrificar un macho cabrío para purgar los pecados de su gente. Se denomina también “cabeza de turco” porque, durante las cruzadas, las cabezas de los musulmanes que eran capturados o muertos por los cristianos eran colocadas en los mástiles de los barcos o en la punta de una lanza para que las personas los responsabilicen de todo. En la execrable práctica política boliviana, es la persona o son las personas a quienes se culpa por los delitos de otros.
Los “chivos expiatorios” o “cabezas de turco” fueron muy útiles para librar de responsabilidad a los presidentes en el caso de masacres. Tras la de Amayapampa, por ejemplo, el entonces presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, y el prefecto de Potosí de esos tiempos, Yerko Kukoc, se libraron de toda responsabilidad al permitir que ésta recaiga en oficiales de bajo rango del ejército boliviano.
Por esta práctica, en Bolivia tenemos presidentes que nunca saben nada, que aparentemente están en el despacho presidencial, o viajando en aviones de lujo, ajenos a lo que pasa en el país. Por eso es que, cuando se les pregunta por ilegalidades, ellos afirman que no sabían nada y dejan que la responsabilidad caiga en sus subalternos. Es el mismo recurso que utiliza el ex presidente Eduardo Rodríguez Veltzé en los supuestos casos de corrupción que forman parte de la “Operación Lava Jato”.
Así, los políticos bolivianos convierten a la gente en “carne de cañón”; es decir, lo que el DLE define como “tropa inconsideradamente expuesta a peligro de muerte”. Es cierto. Generalmente no se da la vida por aquel a quien se encubre pero hay casos, demasiados, en los que los acusados llegan a sacrificar su libertad para salvar al verdadero responsable.
Los que van a la cárcel son personas sustituibles, prácticamente desechables. Así es como les miran los políticos, los mismos que, en las campañas, les mendigan su voto.