Medio: La Razón
Fecha de la publicación: lunes 22 de octubre de 2018
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
Dirección Web: Visitar Sitio Web
Lead
Contenido
Sin ser alarmista, pues no es la primera vez que las tensiones políticas rebalsan a la vida cotidiana, se están produciendo situaciones reprochables en las que algunas personas recurren al insulto, al amedrentamiento para, dizque, manifestar su rechazo a sus supuestos contradictores políticos.
Eventos que luego son recogidos por las redes sociales para regocijo de miles de seres que desde la soledad de sus dispositivos móviles no tienen más oficio que dejarse llevar por el morbo de la odiosidad política. Lo más triste es que en vez de que esto genere algo de vergüenza, terminan incluso reivindicados, maquillados por principios o por objetivos, por supuesto, nobles.
Justificar cualquier incivilidad o grosería por el derecho que los ciudadanos tienen a disentir y manifestar sus puntos de vistas divergentes o convergentes con los poderes políticos o económicos de turno, es un recurso fácil y hasta hipócrita si solo se aplica cuando el afectado no es afín a las ideas de uno.
El rechazo a estos comportamientos no tiene nada que ver con limitar algún derecho. Hasta la opinión más horrible, desde cierto punto de vista, debe poder emitirse y debatirse libremente. Las únicas limitaciones son las que establecen las propias leyes. De hecho, lo mejor sería que estas regulaciones sean permisivas, aun a costa de tolerar comportamientos o pensamientos que puedan parecernos incluso peligrosos.
Pero, como dice un viejo adagio, lo cortés no quita lo valiente, es decir, el buen funcionamiento de la democracia está también basado en ciertas formas particulares de interacción y de diálogo entre sus ciudadanos. Aunque no sean deberes formales, hay necesidad de tolerancia, respetos mínimos, sobre todo con los que piensan o son diferentes a uno mismo, y un convencimiento de que tenemos que coexistir con el otro.
Son virtudes o modales, no legalmente exigibles pero fundamentales para que el sistema funcione. No cancelan las contradicciones, les dan un marco para que se resuelvan sin violencia y para que no sean destructivas.
Reclamar su vigencia no es solamente una reivindicación ética, que algunos la podrían calificar como ingenua, sino una necesidad práctica urgente en un momento en el que el país y sus líderes deberán gestionar una sociedad socialmente más diversa, económicamente compleja y políticamente plural. La verdadera ingenuidad es creer que se podrá evitar el diálogo con el contrario al día siguiente del fin del largo ciclo electoral que se iniciará con las primarias.