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Medio: Página Siete
Fecha de la publicación: martes 02 de octubre de 2018
Categoría: Institucional
Subcategoría: Tribunal Supremo Electoral (TSE)
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Entre las lógicas que mueven el poder populista, una de las más importantes se asienta en la categoría “pueblo”. Por lo general, populistas y fascistas conciben “el pueblo” como el agredado de los ciudadanos afines y, en lo posible sumisos, arrimados a su tienda política. Estos acólitos hacen posible delimitar las características de aquellos que no pertenecen a sus propias huestes; es decir, “los otros”, los “enemigos” los “antipatria” o, en la jerga masista, “los neoliberales”. Todos los que no están con ellos no hacen parte del “pueblo”.
El pueblo son los pobres, los despojados, víctimas de los “otros”; los “otros” son los feroces agentes del imperio, enemigos de las clases humildes, explotadores, etcétera. Ordenada de esta manera la sociedad, todos los ciudadanos calificados como “enemigos” son negados por el Estado, son rémoras del pasado y, en consecuencia, habría que eliminarlos de los escenarios de la vida pública, política, cultural o económica.
El “pueblo” se resume así a los acólitos visibles y/o poco visibilizados, pero, en todo caso, a aquellos de los que el caudillo tiene la certeza de que no votarían por otro candidato; más aún, aquellos que no se atreverían a impugnarlo y menos solicitar su inhabilitación. El “pueblo” se reduce, de esta manera, a las huestes afines, que a la sazón de la coyuntura actual boliviana son ya menos del 30%, según más de una encuesta reciente.
La pregunta del millón es como sigue: ¿cómo el Tribunal Supremo Electoral (TSE) llegó a la conclusión de que sólo unos cuantos tienen el derecho de solicitar la inhabilitación de un candidato? Esto sólo es posible si compartimos las mismas visiones, si definimos las cosas de la misma manera que el caudillo y si, finalmente, asumimos que el “pueblo” son unos cuantos, pero no todos; sumergirse en los conceptos arbitrarios, recortar la realidad y suponer que los escasísimos militantes que registran las organizaciones políticas hacen el corpus completo de los ciudadanos; en otras palabras, asumir que la realidad se constituye de una ciudadanía castrada justo a en la medida de los intereses del partido de gobierno.
La disposición ha sido calificada de “vergonzosa, tramposa y descarada” desde el momento en que es casi imposible que un militante se atreviera a solicitar la inhabilitación de su candidato, no sólo por las características personalísimas del líder de esa tienda política, Evo Morales, sino, además, porque el MAS no tiene posibilidad alguna de proponer otro candidato que no sea Morales.
Pero no es esto lo fundamental, lo básico es que devela el grado de subsubción real y moral del Tribunal, de la asimilación y dependencia en que se encuentra ese Poder del Estado; piensa igual, tipifica igual, se somete igual y se erige como la negación de la ciudadanía democrática de este país.
Se trata de una disposición “a la medida” de las estrategias prorroguistas de Morales y una declaración de parcialidad inaceptable. Una sumisión, cuyo volumen se ajusta al calificativo que sugirió el senador Murillo. “Los ladrones –dijo– pretenden secuestrar nuestra democracia”.
La norma es tan absurda que en la portentosa hipótesis de que un millón de ciudadanos se encuentren inscritos en los diferentes partidos legalmente reconocidos en la actualidad por el mismo TSE, 5,9 millones de electores (de un total de 6,9 millones oficialmente inscritos, según el TSE) serían despojados del derecho a impugnar y solicitar la inhabilitación de un candidato. Se trata de un acto que deviene en la negación de la condición de ciudadanía en el ámbito electoral, negación propia de las más burdas dictaduras y los más ineptos operadores estatales.
Las consecuencias de este atropello serán sin duda desastrosas y en proporción al daño infringido. Si la ciudadanía es negada de forma tan grosera, es clara señal de que las cosas ya no pueden solucionarse en sujeción a las normas de una convivencia pacífica. Ese 63% que hoy no apoya la pretensión prorroguista del Presidente comprenderá, finalmente, que cuando la ley sólo vale para el poderoso, la resistencia pacífica es casi una obligación y para ello hay una generación completa dispuesta a tomar las calles.
Renzo Abruzzese es sociólogo.