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Medio: El Deber
Fecha de la publicación: jueves 22 de mayo de 2025
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones nacionales
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Durante dos décadas, el Movimiento al Socialismo (MAS) fue mucho más que un partido de gobierno: fue una maquinaria política con mando único, narrativa uniforme y estructura vertical. Pocas veces en la historia boliviana una fuerza había concentrado tanto poder, tanto tiempo y con tan escaso disenso interno visible. Pero esa era ha terminado.
Hoy, el MAS ya no es uno: se partió en cuatro. Cuatro segmentos, cuatro liderazgos, cuatro estrategias para mantener el control o, al menos, no desaparecer con el ocaso del caudillo. La fragmentación que alguna vez parecía improbable es ahora una evidencia que divide candidaturas, fisura discursos y diluye lo que antes se presentaba como un “instrumento político para la soberanía del pueblo”.
El primer segmento es el que encabeza Evo Morales, empeñado en mantenerse como figura central pese a su inhabilitación constitucional. Su discurso apunta a la victimización, la conspiración y la fidelidad ideológica. Ha convocado movilizaciones y promueve la tesis del retorno inevitable. Es el evismo puro, el que aún cree que el líder es insustituible y que cualquier intento de renovación es traición.
El segundo segmento lo representa Andrónico Rodríguez, acompañado por Mariana Prado. Reivindica el legado de Evo, pero intenta adoptar formas más moderadas y tecnocráticas. Su discurso habla de renovación dentro del mismo modelo, sin romper con las bases ideológicas del populismo estatista. Su dilema es evidente: ¿cómo ser continuidad y cambio al mismo tiempo?
El tercer segmento es el del “arcismo”, cuya figura electoral es Eduardo del Castillo, exministro de Gobierno. Este grupo logró adueñarse de la sigla del MAS y apela a una lógica institucionalista, sin el carisma de Evo ni el aura templada de Andrónico. Es la corriente de los operadores, los que gestionan el poder sin discurso épico. Ofrecen estabilidad, pero arrastran el desgaste de la gestión Arce y su visible desconexión con las bases.
El cuarto bloque lo encarnan liderazgos emergentes como Eva Copa y Damián Condori, que se apartaron del MAS pero intentan ocupar parte de su electorado. Presentan propuestas “ciudadanas”, menos ideologizadas, con un enfoque más municipalista y conciliador. Su ambigüedad programática les resta definición, pero su distancia del caudillismo los vuelve atractivos para votantes que ya no se identifican con el oficialismo, pero aún desconfían de la oposición tradicional.
¿Qué diferencia realmente a estos cuatro segmentos? Poco en el plano doctrinal. Todos siguen aferrados, en mayor o menor medida, a los principios que caracterizaron al MAS: estatismo, centralismo, justicia instrumentalizada, uso político del aparato estatal. Las diferencias son más bien tácticas, personales y de relato. Algunos quieren recuperar el poder total; otros, conservarlo parcialmente. Algunos hablan de futuro, otros del pasado. Pero todos —hasta ahora— evitan una autocrítica sincera o una ruptura real con el arquetipo que condujo al país a la crisis actual.
Ninguno de estos bloques plantea un cambio real de modelo. Ninguno ha formulado una posición clara y definida sobre la necesidad de reformar la política económica vigente, ni ha propuesto una apertura genuina al respeto irrestricto de los derechos humanos. Ninguno ha asumido el compromiso de liberar a los presos políticos ni de desmontar el aparato judicial colonizado por el poder. Tampoco existe una posición sincera y clara sobre el papel del sector privado como motor de desarrollo o sobre la urgencia de devolverle las garantías al ciudadano y la institucionalidad al Estado. Ninguno de estos bloques se atreve siquiera a nombrar la palabra ‘libertad’ fuera de sus eslóganes. Todos prefieren preservar el control antes que abrir paso al ciudadano.
La disgregación del MAS no es aval de renovación. Puede ser sólo una reconfiguración del viejo orden, con nuevos rostros, pero las mismas prácticas… o puede ser el síntoma de un ciclo que se agota y no encuentra reemplazo. Si la dispersión del poder oficialista ha desnudado su agotamiento, también ha dejado claro lo que aún no existe: una visión de país distinta, firme y libre.
Lo cierto es que, por primera vez en veinte años, el poder se les disputa dentro, no fuera. Y eso abre una oportunidad: no para elegir entre sus fragmentos, sino para mirar más allá de ellos.
Bolivia necesita algo más que la multiplicación de candidaturas del pasado. Necesita una alternativa republicana, ética, moderna y libre. Pero para eso, el país también tiene que salir del hechizo, dejar de buscar salvadores en los escombros del autoritarismo y empezar a construir desde la convicción democrática y la memoria. Mientras el país no rompa con su dependencia emocional al poder autoritario, ni la fragmentación ni la alternancia traerán verdadero cambio.
Porque el MAS ya no es uno, pero sigue siendo un hijo putativo del castrochavista “socialismo del siglo XXI”, aunque se presente con cuatro máscaras.