Medio: El Deber
Fecha de la publicación: miércoles 21 de mayo de 2025
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones nacionales
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Vivimos tiempos en los que la visibilidad pesa más que la
credibilidad, y donde el acceso a espacios de poder parece depender más de relaciones
personales que de preparación o mérito. En este contexto, resulta urgente y
necesario volver a los principios del liderazgo auténtico. Porque el liderazgo
verdadero no se otorga por decreto, no se hereda por apellido, ni se impone
desde una estructura de poder. El liderazgo real se construye. Y se construye
con hechos, con valores sostenidos, y con la coherencia de quien entiende que
liderar no es un privilegio, sino una responsabilidad.
Liderar no es ocupar una silla. No es figurar en la foto. No
es repetir discursos vacíos ni actuar según conveniencias momentáneas. Liderar
implica asumir un compromiso constante con la verdad, con la gente y con el
bien común. Y eso no se simula. No hay campaña, estrategia ni relaciones
públicas que puedan reemplazar la construcción diaria de confianza.
Es fácil hablar de liderazgo cuando las cosas van bien,
cuando los aplausos llegan, cuando las decisiones no incomodan.
Pero el verdadero
liderazgo se revela en la dificultad: cuando hay que tomar decisiones impopulares,
cuando hay que rendir cuentas, cuando hay que priorizar principios por encima
de intereses personales. Y ahí es donde se marca la diferencia. Un líder
auténtico no busca culpables cuando algo sale mal: asume, responde, enfrenta.
No se esconde detrás de asesores, ni se victimiza para justificar errores.
Porque entiende que la responsabilidad no se delega, se ejerce.
El liderazgo, para ser legítimo, debe estar anclado en la
objetividad. Hoy, muchas decisiones se toman desde el impulso, la presión externa
o la conveniencia política. Pero confundir lo emocional con lo estratégico es
uno de los errores más costosos en cualquier organización, institución o país.
Un buen líder no decide pensando en su imagen, en su grupo cercano o en su
futuro personal. Decide pensando en el propósito, en el impacto colectivo y en
la sostenibilidad de sus acciones.
Y no, la legitimidad no se impone. Puedes ser nombrado,
designado o promovido. Puedes rodearte de discursos que te validen, o construir
un relato que intente justificar tu posición. Pero si no hay coherencia entre
lo que dices y lo que haces, si no hay justicia en tus decisiones, si no hay
escucha ni apertura, la autoridad que ejerces será frágil. El respeto no nace
del cargo. Nace de la coherencia, de la claridad moral y de la capacidad de
inspirar con el ejemplo.
El liderazgo que necesitamos hoy no es el del espectáculo,
ni el de la imposición. Es el liderazgo que transforma sin gritar, que
construye sin figurar, que escucha más de lo que habla. Un liderazgo que
entiende que su rol es servir, no servirse. Que no necesita validación
constante, porque se basa en principios, no en aprobación.
Y sobre todo, un liderazgo que sepa reconocer sus límites,
rodearse de gente capaz, y dejar espacio a nuevas voces. Porque nadie lidera
solo, y quien cree que el poder le pertenece está condenado a perderlo de la
peor manera: perdiendo también el respeto.
En tiempos de incertidumbre, cuando las instituciones son
cuestionadas y la confianza pública está debilitada, el rol de los líderes es
aún más determinante. Necesitamos ejemplos que eleven la vara, que inspiren con
hechos concretos, que devuelvan dignidad a la palabra liderazgo. Porque no se
trata solo de ocupar un lugar, sino de honrarlo. Y eso solo es posible cuando
se lidera con propósito, con visión y con integridad.
Hoy más que nunca, necesitamos liderazgos al servicio de la
ética, la verdad y el bien común. Liderazgos con visión, pero también con
humildad. No es tiempo de improvisar. Es tiempo de liderar bien.